jueves, 8 de noviembre de 2007

Pedro Arrupe / Manuel Matos S.J.

El próximo 11 de noviembre hubiera cumplido cien años... Nació en Bilbao en 1907, estudia Bachillerato en Bilbao e inicia Medicina en Valladolid y Madrid, en 1927 ingresa en la Compañía de Jesús en Loyola, misionero en Japón desde 1938, el 6 de agosto de 1945 asiste al drama de la bomba atómica en Hiroshima y se dedica a atender a las victimas, en 1965 es elegido General de la Compañía de Jesús, el 7 de agosto de 1981 cae al suelo en el aeropuerto romano herido por una trombosis cerebral al regresar de Extremo Oriente, murió en Roma en 1991. Son fechas que marcan una vida, pero ¿eso es todo? ¿Quién es el hombre que nace, vive y muere en esas fechas?

Cuando llegó a Japón aprendió a aprender: a mirar, oír, pensar y callar. Descubrió que su formación intelectual occidental -europea y norteamericana- allí no le valía para casi nada. "En Europa se prueba con argumentos; en Japón con una convicción vivida... En otros continentes nos preguntan qué creemos; en Japón se fijan en cómo creemos. Allí pesan el valor de nuestra ideología desnuda descarnada; aquí si nuestra vida es coherente con esa ideología, cuyo esqueleto no les interesa y apenas conocen", describía. Tuvo, a los treinta años, que aprender a 'nacer de nuevo', a no dar nada por supuesto, a valorar las diferencias, a mirar a los ojos y entrar en las honduras de los hombres con respeto.

Vivió la II Guerra Mundial en propia carne, el horror de la fuerza atómica, curó cuerpos abrasados, enterró muertos y se manchó de sangre y carne quemada. ¿Qué más le puede pasar en la vida a uno al que una bomba atómica le cayó al lado? Queda curado de espanto y aprende a no asustarse de nada. Era un optimista incorregible. Creía firmemente que del mal sale el bien y que todo puede cambiar.

De Japón fue llamado a Roma como sucesor de San Ignacio y General de la Compañía, cuando el Concilio Vaticano II derribaba murallas, afirmaba identidades y abría ventanas de aire fresco en la Iglesia. El Concilio era su tarea: diálogo Iglesia-Mundo, inserción entre los pobres, unir fe y justicia, la inculturación de la fe en culturas no cristianas, marxismo y ateísmo, los derechos humanos y la libertad religiosa, incorporar a los laicos a la misión de la Iglesia y de la Compañía, impulsar el diálogo ecuménico entre cristianos, la renovación fiel de la vida religiosa, Latinoamérica, atención a los refugiados, los desplazados o expulsados de sus patrias para los que creó el servicio jesuita de refugiados en Asía y África...

Nos sacudió la conciencia, nos estimuló en la única e inseparable fidelidad a Dios y a los hombres, abrió horizontes, nos enseñó a centrarnos en Dios y en el servicio -quería 'hombres para los demás'-, nos hizo preguntas y esperaba respuestas... no a él, sino a Dios. ¿Un profeta? No busca el poder, sino el servicio. Siempre autocrítico, siempre en discernimiento de caminos... ¿Qué hago, qué tengo que hacer?

Hablaba contigo como si no hubiera nadie más en el mundo, pensaba en voz alta, miraba a los ojos, te ayudaba a mirar bien la realidad... "Tenemos que reeducarnos", hacía vivir. Muchos no le entendieron y fue 'signo de contradicción'. No tenia respuestas para todo, pero se preguntaba sobre todo. Cada mañana, antes de amanecer, estaba en la capilla, descalzo, en el suelo, sentado sobre sus talones, las manos sobre las rodillas y los ojos bajos, pasaba horas de diálogo con Dios. Era lo primero en su vida. Sabía que Dios nos llama desde el futuro y hacia él miraba desde el presente, desde los hombres dolientes y crucificados que él tan bien conocía. ¿Era un místico? Un hombre de Dios, si. Y activo, muy activo, 'contemplativo en la acción'.

Cuando en 1981 queda incapacitado para gobernar la Compañía solo acierta a decir: "Toda mi vida he deseado estar en las manos de Dios... ahora ya lo estoy del todo". Tuvo todavía que beber el cáliz de la pasión, pero no perdió la paz, ni la alegría. Estaba donde quería estar: en las manos buenas y seguras de su Creador. Y así estuvo diez años. Hizo lo que creía tenía que hacer. Algunos no le entendieron, tal vez porque se le entendía demasiado bien. Al final de su vida decía: "Para el presente, amén... Para el mañana ¡aleluya!", toda una síntesis.

El mejor homenaje en su centenario de nacimiento y a los dieciséis años de su muerte es mantener su legado: hombres para Dios y hombres para los demás. Tal vez un día la Iglesia lo reconozca como uno de sus mejores hijos del siglo XX.

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