martes, 15 de abril de 2008

El PP se hunde, ¡viva el PP! / Manuel Martín Ferrand


“El traidor tiene alma de asesino
apocada por el miedo”
(Niceto Alcalá Zamora)


Lo han conseguido. Mariano Rajoy y sus acompañantes en la dirección del PP lo han conseguido. José Luis Rodríguez Zapatero acaba de nombrar un nuevo Gobierno con nombres más risibles que respetables, ha levantado un gineceo trufado con nombres tan provocadores e irritantes como Miguel Ángel Moratinos o Mariano Fernández Bermejo; pero de lo que se habla en la calle, lo que alimenta el runrún del vermú en las primeras terrazas de la primavera, la charla familiar tras la comida del domingo o la maledicencia en la charla del descanso en la oficina es del PP, su crisis, su descomposición cainita, su falta de criterios, su inacción dolosa y la irresolución del que se dice su líder, el heredero digital de José María Aznar.

Estos chicos del PP, que siguen sin digerir su derrota de hace cuatro años, podrían haber aprendido algo durante su experiencia monopolizadora de la oposición; pero perdamos toda esperanza. Un Gobierno de mediocres presidido por un mediocre puede pasar a ser bueno —¿un mal necesario?— por la comparación de quienes dicen ser su alternativa y, según acreditan los hechos, son un grupito de gente sin ideas ni concierto, mal avenidos y sin más rumbo que la conservación del empleo.

No es justo centrar la crítica en Mariano Rajoy. Él, en su calidad de presidente del PP, tiene la responsabilidad máxima de lo que ocurre en su formación y el demérito de su indecisión; pero, unos por poco y otros por mucho, son abundantes los integrantes de la cúpula del partido que han segado la hierba bajo los pies del líder y que, no sin ruidos y aspavientos, han llevado a la calle la imagen débil de un partido al que respaldan con su voto diez millones de personas. El pleito doméstico, con balcones a la calle, que separa a Esperanza Aguirre de Alberto Ruiz-Gallardón, y viceversa, es el paradigma de las docenas de guerras menores que se cuecen en el conventillo de la derecha española.

Con ese ambiente, y en ese desmoronamiento, Zapatero lo tiene fácil y hasta puede vendernos impunemente un Ministerio de Igualdad que añadir a su ridículo buenismo político. La grandeza de un Gobierno no se levanta con los méritos de quienes lo integran y, menos aún, con la de quien lo preside. Viene dada por la pequeñez y la torpeza de la oposición.

Lo de Esperanza Aguirre clama al cielo. Jaleada por los entusiasmos mediáticos que ella misma patrocina, ha hecho alarde de inoportuna presencia cuando, por las más elementales razones estratégicas, el PP debiera presentarse firme y resuelto, cabal y coherente, frente a un PSOE engrandecido por un nuevo éxito electoral.

Aguirre ha traicionado el espíritu unitario del PP. Sólo puede decirse en su ayuda que, en un partido en el que uno de sus máximos nombres, y ella lo es, tiene dificultades para presentar su candidatura presidencial en un Congreso sólo cabe el derecho al pataleo. Claro que ese pataleo, en un tablado tan alto como el que ocupa la presidenta de la Comunidad de Madrid, resulta ensordecedor y letal.

Francisco Álvarez-Cascos, el hombre que hizo posible que José María Aznar reconstruyera y fortaleciese al PP como el “otro” gran partido nacional y una de las mejores cabezas de la formación, es uno de los talentos desperdiciados en el tiempo de Rajoy. Álvarez-Cascos es, además, uno de los pocos nombres con autoridad personal, aun en su calidad de militante de base y dedicado a sus asuntos propios, que le quedan al partido.

El que fue secretario general del PP triunfante, tal y como hacía el Séptimo de Caballería en las películas del Oeste, ha acudido en socorro de Aguirre. Pide que el partido no se cierre a los debates ni que el rigor reglamentario pueda seguir anulando a las personas más valiosas de la formación. Quizás el caso tenga la suficiente gravedad como para que resulte exigible la intervención del propio José María Aznar que, él sabrá por qué, parece haberse dado a la fuga.

En cualquier caso, dice Álvarez-Cascos que el PP “no es un partido de barones”. En eso, creo, se equivoca. Aguirre ¿no es una baronesa? Manuel Fraga, en Galicia, ¿no predicó hasta el máximo la figura de la baronía? ¿No lo hizo Aznar cuando sentaba sus reales en Valladolid, o Eduardo Zaplana en Valencia? ¿No lo hubiera sido, de haberlo querido, el propio Cascos en Asturias? Admitidos los supuestos del título VIII de la Constitución, las baronías son inseparables de quien gobierne en cada Autonomía, y ello afecta por igual al PP y al PSOE. Otra cosa es cómo se ejerce ese poder y de qué manera se proyecta en el partido de procedencia.

Aguirre, mal acompañada y peor aconsejada, ha hecho uso de su poder, de su baronía, para perjudicar a quien, como Gallardón, también tiene legítimo derecho y suficiente capacidad para tratar de liderar un partido que, poco a poco, se hunde ante nuestros ojos. Es un lujo que, con Zapatero en el Gobierno, no puede permitirse la Nación.

Álvarez-Cascos ha tenido el mérito político y el valor cívico de invocar el sentido común en las filas de un partido que parece haberlo perdido. El hecho de que sea un “jubilado” prematuro quien trata de imponer la paz es, por sí mismo, un alegato que demuestra la desgana irresponsable con la que Rajoy y su capillita de inútiles y paniaguados rigen algo que es, además de un partido político, la única posibilidad de alternativa que, hoy por hoy, presenta nuestra renqueante democracia. Lo que ocurre en el PP sólo es bueno para Zapatero.

No hay comentarios: