domingo, 27 de abril de 2008

¿Un congreso?; no, un milagro / Manuel Martín Ferrand


“Du sublime au ridicule il n’y a qu’un pas”
(Napoleón I)

Las palabras que le sirven de penacho a estas líneas suelen atribuírsele a Charles Talleyrand; pero, en verdad, fueron dichas por Napoleón I para definir la catástrofe de la campaña de Rusia. El fracaso siempre guarda proporción con la magnitud del empeño que lo provoca. De ahí que le cuadren, como anillo al dedo, a la situación actual del PP —errática y descontrolada— y a la específica de su líder máximo, Mariano Rajoy —enrabietado y ensimismado—.

El PP y su presidente, sin perrito que les ladre, están despilfarrando, sin necesidad y en dejación de su compromiso electoral, el patrimonio que el partido había conseguido acumular a lo largo del tiempo. Un patrimonio inmenso que, por resumir, puede cifrarse en más de diez millones de votantes y, en los hechos, en el monopolio de la oposición.

El ridículo no viene de las derrotas, no únicamente electorales, que Rajoy va guardando en su zurrón. La derrota, cuando cursa con mérito, tiene grandeza. El problema arranca cuando se elabora con desgana, se cimienta con exclusiones, se recibe con torpeza y no sirve, tan siquiera, para obtener de ella un aprendizaje provechoso. Ahí es cuando la derrota se hace grotesca y risible. Si, además, se quiere construir sobre ella otra nueva derrota, parece conveniente llamar a los loqueros.

Rajoy, de quien suele decirse que es registrador de la propiedad, algo que no hace al caso, lo que es en verdad es un gran soberbio. No hablo, por supuesto, de su intimidad, de su dimensión humana y familiar; sino de su muy deteriorada fachada política, resquebrajada por los acontecimientos y, sobre todo, por su enriscada contumacia. La que le lleva a prescindir de los mejores, rodearse de una gran tribu de inútiles y pardillos, y funcionar como si el PP fuera un cortijo de su propiedad. Ni tan siquiera un pazo, como podría esperarse por su origen.

Si nos atenemos al espectáculo, lo que manda en Rajoy es un afán patológico de seguir ahí, al frente de su propio fracaso, en el guiso de su propio ridículo. Ha ido eliminando, uno a uno, a todos cuantos podrían hacerle sombra y ahora se dispone a reafirmarse en el XVI Congreso. Puestas las cosas como están, hay que decir que el PP, mucho más que un Congreso, lo que necesita es un milagro. Un milagro de los de antes, de esos en que la Virgen se les aparece a los pastores.

El resultado de la peculiaridad que Rajoy exhibe en su manera de mandar —sin prisas, sin decisiones— está a la vista. El PP se deshace en guerras intestinas. Tantas y tan graves, que la que se traen en Madrid Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón —dos víctimas de la astucia rajoyana, dos despilfarros notorios— no es la mayor ni la de peores efectos previsibles.

El heredero de José María Aznar exhibe unos modos en los que, por no incurrir en un error, termina cayendo en todos los posibles. Así les ocurre, inevitablemente, a los cobardones que entienden como prudencia lo que es pura dilación. ¿Servirá un congreso de novicios, en ausencia de priores, para remediar en algo el problema del PP?

El agravamiento de la crisis económica que nos sacude, y que el Gobierno, aun con la rebaja de sus previsiones oficiales, no acaba de asumir como tal, convierte el momento en especialmente propicio para el lucimiento de la oposición; pero, como en todas las parcelas de tan descabezado partido, los mejores nombres para abordar el problema —muchos y muy buenos— han sido arrinconados, reposan en la paz del ostracismo. “Nadie más brillante que yo en la cúpula del PP”, parece ser el lema de trabajo que ha impuesto Rajoy. De ahí surge el ridículo. Así cursa la irresponsabilidad que traiciona a los votantes de un partido que piensa, si es que lo hace, con el ombligo.

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