martes, 9 de febrero de 2016

De la corrupción que no cesa y los idiotas / Melchor Miralles *

Sánchez se afana en tratar de formar Gobierno, nos esperan aún semanas de infarto, dimes y diretes. Pero la corrupción sigue mostrándose en el escaparate de los medios, porque no cesa. El penúltimo caso ha afectado de nuevo al PP, en Valencia otra vez, y es asunto de enorme enjundia. Una trama masiva organizada para financiar el partido con dinero negro que se blanqueaba a las órdenes de la cúpula del partido, con la mayoría de los cuadros y los militantes tragando con cometer un delito, salvo honrosas excepciones. Pero no nos equivoquemos, la responsabilidad política, y vaya usted a saber si también penal, llega a Madrid, a los máximos dirigentes de la sede central de Génova, pues estatutariamente los partidos regionales siguen en materia de gestión y financiación las pautas que marcan los jefes del PP nacional.
El partido del Gobierno en funciones se resquebraja y cada día hay más voces que reclaman no ya la regeneración de la dirección nacional, sino la refundación con cambio de nombre incluido, porque quizá las siglas hayan quedado manchadas para siempre y las alas de la gaviota no tengan plumaje suficiente para seguir volando. Y quedan aún bombas por estallar en Valencia, y restan aún por conocer muchos secretos de Bárcenas, relacionados con la financiación del partido y de sus campañas electorales, que afectan a Mariano Rajoy y a otros dirigentes del PP nacional cuyos nombres están en boca de todos.
Pero la corrupción en España no es solo cosa del PP. No. Afecta a todos los partidos que han gobernado. Ahora mismo hay en España casi mil políticos imputados. Ahí tenemos el asunto de los ERE de Andalucía, cuantitativamente quizá el mayor caso de corrupción de la última década. Y el escándalo del gang en que se convirtió la familia Pujol gestionando la Generalitat de Cataluña como si fuera su cortijo, con la ayuda eficaz de sus cuates de Convergencia, la colaboración inestimable de los independentistas y el silencio cómplice y útil del PP y el PSOE, que sabiendo lo que sucedía miraron para otro lado, y en el caso del PSOE de González, incluso laminó a dos fiscales, Mena y Villarejo, que osaron pretender cumplir con su obligación de investigar el latrocinio. Y el PNV en el País Vasco, siempre con más sordina, pero salpicado también por múltiples casos.
El problema de fondo está en la ausencia de controles, en la inexistente separación de poderes, con un Ejecutivo que lo copa todo, unos partidos políticos con un poder de sus núcleos dirigentes ilimitado y en un sistema electoral y de representación insoportable que posibilita que la corrupción se extienda como la peste y la impunidad sea la norma, pese al esfuerzo que algunos medios de comunicación y algunos jueces y fiscales hacen por cumplir con sus obligaciones constitucionales.
O modificamos la Constitución, el sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, el estatuto del Ministerio Fiscal, la Ley de Partidos, la Ley Electoral y el reglamento del Congreso, como poco, o la corrupción seguirá campando a sus anchas gobierne el partido que gobierne España o las Comunidades Autónomas.
Como es normal, los casos de corrupción afectan siempre más al partido en el Gobierno y generan más escándalo cuando es así. Sucede en el ámbito nacional, en el autonómico y en el municipal. Ninguno de los Gobiernos que nos hemos dado en democracia ha conseguido erradicarla, pese a las promesas que los partidos turnistas hacen cuando están en la oposición.
Los partidos de gobierno se han convertido en maquinarias controladas por unos pocos, que hacen y deshacen a su antojo, y los representantes elegidos en las urnas dedican su tiempo y sus esfuerzos a defender los intereses particulares suyos y de su partido, y no los intereses generales. Es decir, son en su mayoría unos idiotas, en la acepción griega del término, unos “idiotés” que no miran por la defensa del interés de los ciudadanos sino del suyo particular.
Y actúan así porque saben que no les deben sus actas a los ciudadanos que han depositado su voto en las urnas, sino a la dirección de su partido, cuando no solo al jefe máximo. El poder absoluto está en los partidos, porque el presidente del Gobierno responde al interés particular de la estructura que le ha permitido llegar hasta La Moncloa, y por lo tanto el presidente del Gobierno acumula un poder en España sin parangón con cualquiera de sus homólogos europeos. No tenemos prácticamente ninguna de las ventajas de los sistemas presidencialistas, pero sí todos sus inconvenientes.
Esta es la realidad. Los demás son trampas. No nos hagamos ilusiones. Mientras no cambiemos de arriba hasta abajo todo esto, no salimos del estercolero en que un atajo de irresponsables, con la eficaz ayuda de la clase empresarial más adinerada de España, nos han instalado durante años, apelando siempre ellos, eso sí, a la estabilidad y la sensatez. Con un par.


(*) Periodista


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