Rodríguez Zapatero, con la confianza del Congreso obtenida en segunda vuelta, quedó hoy investido con una cláusula constitucional de apoderamiento exorbitante (artículos 97 y siguientes de la Constitución) no compensado con una correcta separación de poderes ni con los higiénicos equilibrios de los contrapoderes sociales de distinto y legítimo orden. La conclusión inmediata es que el Gobierno en España —aún ajustándose a la Constitución— dispone de un poder que fagocita a los otros dos del Estado, el legislativo y judicial, y absorbe cualquier forma de vertebración ciudadana que se sitúe al margen de los partidos políticos.
De forma libérrima, sin el control parlamentario de idoneidad que sí existe en otras democracias, Rodríguez Zapatero nombró a los miembros de su Gobierno a los que las leyes no exigen ningún tipo de cualificación para ser titulares de sus respectivos Ministerios ni clase alguna de requisito sea académico, profesional o, simplemente, empírico. Un nombramiento ministerial motivado en la amistad personal y la confianza es formalmente idéntico al que se produce por razones de excelencia intelectual o gestora. El mérito no es aquí y ahora una credencial en política y tenemos ocasión de comprobarlo en algunos casos en la lista del nuevo Gabinete de Rodríguez Zapatero.
No siempre fue así. Los Gobiernos de UCD estuvieron plagados de grandes profesionales de distintos ámbitos y en varios equipos de González se incrustaron figuras de singular altura y dimensión. Aznar llegó a disponer de un banquillo espectacular con suplentes tan brillantes como los titulares. En un determinado momento —seguramente cuando mediaba la segunda legislatura del PP— la política sufrió una significativa y brusca descapitalización y se produjo después una huída hacia los márgenes externos de la vida pública de los grandes personajes de la Transición. Alfonso Guerra es, quizá, el último mohicano de una forma de entender y practicar la política ahora en manos mucho menos expertas, más ideologizadas, y, en cierto modo, más funcionariales.
La expansión de los poderes del Gobierno es extraordinaria y peligrosa. Del Consejo de Ministros sale más del noventa por ciento de la normativa que el Parlamento eleva a ley ordinaria u orgánica; del Ejecutivo salen las instrucciones a su grupo parlamentario que negocia según pautas gubernamentales los nombramientos en el Poder Judicial y —con el concurso de la oposición mayoritaria y las minorías— se configuran sus órganos de Gobierno y el Tribunal Constitucional. De la Moncloa sale también el Fiscal General del Estado y de esa residencia presidencial salen asimismo las indicaciones sobre quienes deben ocupar delicadísimos cargos en los organismos reguladores. Es decir, que Montesquieu, el gran teórico de la separación de poderes, está efectivamente muerto y enterrado aunque la resurrección de su tesis central sería una buena receta para la regeneración democrática.
El problema no es tanto de leyes que limiten el poder del Gobierno como la ausencia de una concepción más democrática y respetuosa del sistema democrático entendido éste no sólo en términos políticos sino también sociales. El Gobierno no sólo dispone de facultades enormes porque las normas se las confieren, sino porque el Ejecutivo es consciente de que —por una inercia histórica— la sociedad española reverencia el poder y muchas de sus elites juegan, incluso, a la adulación de los que lo ostentan. Cuando se dice que en España no existe “sociedad civil” sino estructuras de poder que se superponen a ella, se está aludiendo precisamente a la asfixiante presencia gubernamental en detrimento del protagonismo social en el ámbito empresarial, cultural, mediático y universitario por poner algunos ejemplos.
Instalados en un sistema cerrado y endogámico de partidos y en una preeminencia gubernamental que desertifica a los otros poderes del Estado, la recuperación de una democracia social más auténtica se antoja un objetivo difícil. Y ni Rodríguez Zapatero ni Rajoy han dicho nada al respecto. Han apelado al diálogo, pero a un diálogo entre ellos, no a una interlocución con la sociedad. Que tendría que ser —la crisis económica encima de la mesa, el desastre de la justicia en fase aguda y la cuestión territorial ardiente— la primera preocupación del primer Gobierno de la segunda legislatura del macropresidente Rodríguez Zapatero.
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