Pasear, como me ha tocado pasear a mí, por los pasillos del Congreso de los Diputados en jornadas tan señaladas como este debate de investidura enseña mucho sobre la condición humana.
A los periodistas, que estamos a la que salta, unos nos saludan con afecto añejo, y van siendo los menos; otros nos rehuyen, celosos de los secretos que saben –que nunca son tantos– y que podríamos arrancarles; los más, en la culminación de su triunfo, pasan olímpicamente de nosotros, y son los mismos que nos procurarán cuando nos necesiten. Y luego están los angustiados. Los que nos buscan –¡a nosotros!– tratando de obtener información acerca de qué hay de ‘lo suyo’.
En esta categoría podemos encuadrar a ciertos ministrables e incluso a algun@s que, teniendo ya un alto cargo, se interrogan por su futuro. ¿Lo consolidará el jefe en el cargo, lo ascenderá o habrá un discreto relevo?
Muy bueno tiene que ser estar en la poltrona para amarla tanto, porque todos la aman, aunque sean poltronas pequeñas, sin gran enjundia ni relevancia, que, al fin y al cabo, ser ministro, incluso ministro, ya no es lo que era. Encontré a algunos de estos angustiados, que no son otros que aquellos que, cuando estaban en la culminación de la gloria a la que antes me refería, solían pasar de largo al cruzarse con uno, con la vista perdida en el horizonte lejano, que suele ser la espalda palmeable del jefe omnímodo, de quien se deriva todo poder.
Así que la profesión esta mía, que tantos sinsabores nos deja, tiene sus compensaciones. Ver cómo gentes tan soberbias con quienes consideran por debajo se arrastran sin mesura ante aquellos que consideran por encima es una de esas compensaciones. Y entonces uno, cuando se te acercan, les aconseja paciencia; sin duda, se les dice, te llamará el jefe un día de estos, parece ser que no ha llamado a nadie... El ministrable finge que se consuela –quizá se consuele–, pero ya está oteando a la caza de alguien algo más informado que uno para preguntarle por lo suyo.
Era notable el entusiasmo de todos estos a la hora de valorar lo bien que había estado su jefe en la sesión de investidura. Como era de resaltar la condena absoluta a todo lo dicho por el otro. Y eso que el jefe es el ejemplo más acabado de prepotencia a la hora de mostrar su poder: si tiene tan angustiados a los propios en estas jornadas previas a que sus nombres aparezcan (o no) en el Boletín Oficial del Estado, ¡qué no hará el jefe, todo jefe, con los contrarios y con los indiferentes, esos a quienes siempre se nos aplica la legislación vigente!
Porque que los periodistas no nos enteremos, hasta que el jefe así lo quiera, de quién va o no a ser ministro, es una cosa: al fin y al cabo, el jefe es el jefe y entre sus diversiones figura, supongo, la de reirse al ver ciertas quinielas que publicamos los informadores. Pero asunto muy diferente es tener como tiene, en situación de expectativa, a los propios interesados.
A los periodistas, que estamos a la que salta, unos nos saludan con afecto añejo, y van siendo los menos; otros nos rehuyen, celosos de los secretos que saben –que nunca son tantos– y que podríamos arrancarles; los más, en la culminación de su triunfo, pasan olímpicamente de nosotros, y son los mismos que nos procurarán cuando nos necesiten. Y luego están los angustiados. Los que nos buscan –¡a nosotros!– tratando de obtener información acerca de qué hay de ‘lo suyo’.
En esta categoría podemos encuadrar a ciertos ministrables e incluso a algun@s que, teniendo ya un alto cargo, se interrogan por su futuro. ¿Lo consolidará el jefe en el cargo, lo ascenderá o habrá un discreto relevo?
Muy bueno tiene que ser estar en la poltrona para amarla tanto, porque todos la aman, aunque sean poltronas pequeñas, sin gran enjundia ni relevancia, que, al fin y al cabo, ser ministro, incluso ministro, ya no es lo que era. Encontré a algunos de estos angustiados, que no son otros que aquellos que, cuando estaban en la culminación de la gloria a la que antes me refería, solían pasar de largo al cruzarse con uno, con la vista perdida en el horizonte lejano, que suele ser la espalda palmeable del jefe omnímodo, de quien se deriva todo poder.
Así que la profesión esta mía, que tantos sinsabores nos deja, tiene sus compensaciones. Ver cómo gentes tan soberbias con quienes consideran por debajo se arrastran sin mesura ante aquellos que consideran por encima es una de esas compensaciones. Y entonces uno, cuando se te acercan, les aconseja paciencia; sin duda, se les dice, te llamará el jefe un día de estos, parece ser que no ha llamado a nadie... El ministrable finge que se consuela –quizá se consuele–, pero ya está oteando a la caza de alguien algo más informado que uno para preguntarle por lo suyo.
Era notable el entusiasmo de todos estos a la hora de valorar lo bien que había estado su jefe en la sesión de investidura. Como era de resaltar la condena absoluta a todo lo dicho por el otro. Y eso que el jefe es el ejemplo más acabado de prepotencia a la hora de mostrar su poder: si tiene tan angustiados a los propios en estas jornadas previas a que sus nombres aparezcan (o no) en el Boletín Oficial del Estado, ¡qué no hará el jefe, todo jefe, con los contrarios y con los indiferentes, esos a quienes siempre se nos aplica la legislación vigente!
Porque que los periodistas no nos enteremos, hasta que el jefe así lo quiera, de quién va o no a ser ministro, es una cosa: al fin y al cabo, el jefe es el jefe y entre sus diversiones figura, supongo, la de reirse al ver ciertas quinielas que publicamos los informadores. Pero asunto muy diferente es tener como tiene, en situación de expectativa, a los propios interesados.
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