Con los grandes cambios de la Humanidad ocurre un poco lo mismo que en las infidelidades matrimoniales: el cónyuge engañado es el último en enterarse. Las revoluciones no son súbitas, siempre son lentas, no hay un factor único, exclusivo y determinante que justifique el“hasta aquí”, sino una serie de pequeños elementos que integran lo que, más tarde o más temprano, será una transformación radical.
Sólo hay una cosa peor que ser víctima de la propaganda política: que los discursos generalmente no sólo están destinados a ser ofertas que no se cumplirán, sino a mostrar de manera tímida realidades que ya pasaron. La revolución que marcó la llegada de John Fitzgerald Kennedy al poder significaba que una nueva generación de norteamericanos entendía, exigía, imponía y demandaba un cambio en su clase política: la nueva frontera era un hecho no una promesa.
Mientras Joseph P. Kennedy, padre de la dinastía política que a la postre se convertiría en aristocracia, pagaba a Frank Sinatra para que con su imagen ayudara a recaudar fondos para la campaña de su hijo, el cambio ya se había dado. El estadounidense promedio, sin preguntarle a nadie, había decidido no pagar más la cuota de aislacionismo angloamericano que su país había producido con todos los presidentes excepto Franklin Delano Roosevelt, y en cierto sentido, se había continuado con Dwight Eisenhower en la Casa Blanca.
Cuando papá Kennedy ganó en la noche del 4 de noviembre de 1960 —gracias a los 100 mil votos sindicales de Ohio—, la presidencia para su hijo, lo único que estaba haciendo era conectar con el cambio profundo que ya se había producido en esa América que sólo conocía un tipo de pan y donde tomar café expreso era una cosa de izquierda e intelectuales.
En ese año en la ciudad de Nueva York, que está en Estados Unidos pero no es exactamente Estados Unidos, para tomar un expreso había que ir hasta el Caffe Reggio, localizado en el centro histórico de Greenwich Village, a unos cuantos pasos del Washington Square Park, junto a la NYU ( New York University). El café americano, la mantequilla de maní, el queso Cheddar y el triunfo desde Ohio construían la senda de simplicidad y pureza que el país del Thanksgiving (Día de acción de gracias) había construido para sí y, sin embargo, a tiempo comprendió que el legado de Harry Truman y Dwight Eisenhower no era suficiente para conducir el paso de las siguientes décadas.
En 2008, cuando Barack Hussein Obama miró con esos ojos, que tienen más de la sabana keniata que del verde americano, a la multitud concentrada en la Columna de la Victoria de Berlín en julio pasado, parecía que la esperanza de un nuevo mundo volvía a nacer. Obama lo sabe,él se asume como un rompedor de muros como lo fue John F. Kennedy, cuando sobre las cenizas del muro que se estaba constru yendo —y que sería uno de los grandes errores conceptuales del siglo XX—, dijo “hoy soy berlinés”.Cuando Obama miraba esa concentración multitudinaria entendía el mensaje que el senador-presidente Kennedy había dado años atrás: el cambio ya se produjo.
Junto con las grandes tragedias ocurridas desde la década de los sesenta —la muerte de John F. Kennedy y Martin Luther King, la gran epopeya de la conquista de los derechos civiles—, aquella generación que tuvo esperanzas, fue la misma que enterró la utopía.
La utopía murió en brazos de la socialdemocracia y la disciplina económica; la creencia, la fe en el futuro, acabó cuando la capacidad de revolucionar se convirtió en guía de buen comportamiento económico según los parámetros del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
Lo que Barack Obama hizo el 24 de julio en Berlín, el mismo sitio que cobijó el holocausto y vio las primeras explosiones de libertad sexual durante la República de Weimar, fue poner sobre las cenizas de los muros el sabor de la esperanza. La última vez que tanta gente se había reunido en ese lugar fue en 1991, cuando el Muro cayó; hoy 200 mil almas aclamaron el renacer de la utopía:“Sí, nosotros podemos”.
Por eso Barack Obama dijo: “pueblo de Berlín y pueblos del mundo, nuestro desafío es grande, el camino a recorrer será largo, pero me pongo ante ustedes para decirles que somos los herederos de la lucha por la libertad , nuestra esperanza es inmensa. Con la vista puesta en el futuro y con la voluntad en nuestros corazones recordemos nuestra historia, respondamos a nuestro destino, y rehagamos el mundo otra vez”, ergo reinventemos la utopía.
Los muros no son sólo aquéllos hechos de alambradas, concreto o producto de la tecnología, los ojos que lo ven todo pero que en el fondo no entienden nada. Los muros son los límites del cerebro que obligan y permiten que alguien nos convenza de lo que se puede y lo que no. Por eso Barack Obama, pase lo que pase, es ya una revolución.
“Nosotros, nuestra generación tiene que dejar su marca en el mundo, tenemos que responder a nuestro destino, el mayor peligro de todos es permitir que nuevos muros nos dividan. Hay que terminar con los nuevos muros que se han erigido desde la Guerra Fría, los muros contra los emigrantes o entre los musulmanes, judíos y cristianos”. Barack Obama es la garantía de que el muro entre lo blanco y lo negro no será más causa de separación: “ahora es el momento de construir nuevos puentes a lo largo del planeta, tan fuertes como el que nos une a través del Atlántico”. Este hombre —el mismo que estuvo menos de tres años en el Senado y menos de ocho en la vida pública—, es el “¡Presidente, presidente!” por el que 200 mil gargantas no pueden votar pero que sin duda han elegido como p rueba de que un nuevo fin del mundo ha llegado.
Lo que pueda pasar de aquí en adelante no tendrá importancia si la utopía cumple su cometido y —como ocurrió con John F. Kennedy en 1961—, el 20 de enero de 2009 puede que Barack Obama, desde el podium presidencial, reviva aquel: “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu
país”,5 emulando lo dicho por Kennedy.
Hasta ahora, Barack Hussein Obama ha conquistado y simbolizado —contra todo pronóstico—, lo que hizo grande al país de Abraham Lincoln, John F. Kennedy, Franklin D. Roosevelt y Harry S. Truman: América puede permitirse el lujo, por muy caro que sea, de reconocer sus errores y reconstruirse; no le queda más que un mito, y el mito es directamente proporcional a la tragedia en la que se halla inmersa.
América es el imperio que no quiso ser. Como prueba de ello baste recordar las fabulosas cartas entre Theodore Roosevelt —el hombre más joven en la historia de
la presidencia de Estados Unidos— y John M. Hay, s ecretario de Estado, sobre el debate moral que implicaba que ese país —puritano y convencido de su propia lógica moral y legal—, no se echaría a perder si se convertía en imperio. A partir de allí, desde 1900 hasta el 11 de septiembre de 2001, y aún hoy, Estados Unidos fue una contradicción permanente.
Se trata del país que gobernó el mundo sobre los fracasos de los demás, sobre la base de que nadie se convenciera de que era un imperio, pero sin dejar de serlo nunca. Eso llevó a la terrible doctrina de que la defecación de la historia estadounidense ocurría fuera de su territorio, protegida su bondad por los mares de la pureza.
Hoy, bajo las cenizas de las Torres Gemelas fue sepultado el God Bless America (“Dios bendiga América”). Estados Unidos tiene que volver a mirar su interior y reconstruir su posibilidad de ser sobre tres bases diferentes. La primera, reconocer que el país que controla al mundo no define su rumbo en Iowa o Kansas; la segunda, que entender al mundo no es más una opción y que la crisis interna es tan fuerte que ni siquiera puede conservar el liderazgo en su propio territorio.
Desde que Thomas Jefferson, persona contradictoria donde la hubiera, con una tensión emocional sólo superada por su estatura física —cerca de dos metros—, escribiera las grandes verdades de la identidad americana que soportó la Declaración de la Independencia en 1776, la gran sombra de la relación con la raza negra envenenó de manera directa la verdad suprema de los padres fundadores:
…todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad (…).
No es sólo que en las largas noches de invierno en Virginia, Sally Hemings, bella esclava mulata, calentara la cama de Jefferson. No es sólo que su sangre fluye por piel negra. Es que la Guerra Civil que sirvió para consagrar la libertad de los esclavos es sólo la parte de un pecado original nunca digerido por la historia de ese país.
Lincoln no ganó la Guerra Civil para liberar a los negros, tuvo que liberar a los negros para ganar la Guerra Civil. Los hombres del sur de Estados Unidos ven en el color negro una de las razones de la pérdida de su mundo caduco, esclavista y terrible. Por eso nunca existió la posibilidad de integración, por eso la ley hubo que imponerla con la fuerza del ejército que sepultó a los nazis en Europa en la Gran Guerra y que tuvo que acompañar y proteger a los primeros estudiantes negros que acudían a las universidades.
Los pecados de conciencia de Thomas Jefferson, las incoherencias de Franklin Delano Roosevelt, las pérdidas del tiempo histórico de una minoría negra que sigue conmocionada por encontrar sus raíces son parte de las razones de la pérdida de la esperanza estadounidense. Hay una gran diferencia entre la migración voluntaria y ser robado y borrado de la condición humana para ser instalado en otro lugar donde el sólo hecho de conocer el origen constituye una epopeya. Ésa es la condición y la tragedia de los llamados hoy, con el mejor símbolo de corrección política, afroamericanos, logro notable frente al término boy empleado en 1950 o nigger, término que e voca los tiempos de la esclavitud.
Esa pérdida de la identidad, que borró toda posibilidad de encontrar el origen y vengar el destierro, ha producido ciudadanos que, por primera vez y contra todo pronóstico —cuando Estados Unidos por la fuerza de los hechos debe considerar que los nuevos ejes que mueven al mundo poseen tanto o más poder que aquél que el gobierno estadounidense ostentó—, tiene además la oportunidad de un ajuste histórico.
En los próximos meses y años se verá si América está preparada para ser gobernada por un afroamericano. Hoy, de lo único que hay evidencia es que ya no soporta el fracaso de su clase dirigente. Barack Obama va mucho más allá de ser el voto de los jóvenes o encarnar la primera campaña electoral global de la historia de la humanidad, es —sobre todas las cosas—, un ajuste en la propia esencia estadounidense que solamente se podía producir en condiciones de crisis extrema como ésta.
El color de la piel de Obama no es el de la piel de América. Obama nunca sabrá qué es el miedo por el empalamiento del Mississippi, nunca sabrá qué significa entrar en un sitio donde, por este orden, era prohibido el acceso a perros, negros y mexicanos. Él ha podido ver y estudiar la epopeya de la conquista de los derechos civiles, pero nunca sabrá lo que es tener la posibilidad de ser tiroteado, flagelado o ahorcado por el Ku Klux Klan. La herida producida por el fracaso de una minoría para administrar su propia vida no exime de la responsabilidad a la mayoría que lo permitió. Por eso, Barack Obama cuando habla de Berlín, cuando se dirige a los judíos, cuando habla a las minorías, tiene históricamente una gran autoridad moral.
Sea o no sea el cuadragésimo cuarto presidente de los Estados Unidos, el fenómeno de masas en el que se ha conve rtido, es el único elemento confortable de un país que hoy día es más conocido por Guantánamo, por querer dominar el mundo a través del petróleo —no importa a qué precio—, o por haber mentido a la comunidad internacional respecto a las armas de destrucción masiva.
En la historia de Estados Unidos, hasta ahora lo bueno superaba lo malo. El país había demostrado una capacidad de reconstruirse sobre lo mejor de sí mismo, sin embargo, nunca antes había traicionado tanto desde el gobierno el espíritu de los padres fundadores; nunca antes Estados Unidos había dejado de ser Estados Unidos. Por eso ahora el color de la piel de Barack Obama, que no su vida ni su biografía, representa la oportunidad de esperanza basada directamente en el pecado original del sistema.
Obama entiende al mundo aunque no está muy claro si entiende a Estados Unidos. Sabe que para poder seguir siendo una de las fuerzas dominantes del planeta es necesario recuperar la razón moral basada en la capacidad para generar confianza en el exterior. Esas 200 mil voces gritando sobre las cenizas de Eu ropa, testigos de la mayor tragedia colectiva que jamás existió, han aclamado la oportunidad que Obama le da al mundo: elegir aunque no puedan votar. Él les dice “sí, nosotros podemos” y ellos están dispuestos a creer.
Por eso, aunque Barack Obama pierda la elección, ya ha ganado un lugar irreemplazable en la simbología de la esperanza. Al fin y al cabo, la “Llama Eterna” en Arlington, en honor a John F. Kennedy, o el LincolnMemorial, que mira directamente a los ojos a la cúpula de Capitol Hill, son símbolos de hombres que, con independencia de su valía o de lo que quisieran ser, fueron capaces de encarnar la ilusión colectiva con la bandera de las barras y las estrellas.
* Alicantino residente en México D.F.
Felicitaciones:
ResponderEliminarLeyendo el almanaque mundial,me encontrè algo que me interesa como es la inmigraciòn.Solicitè a google informaciòn del articulista(Antonio Navalòn).
La respuesta fue fabulosa ya que toca varios temas y me interesa mucho poder estar en contacto con ese brillante personaje.
Gracias Google.Gracias Don Antonio