viernes, 27 de marzo de 2009

La democracia enferma / Rosa María Artal *

La democracia vive uno de sus peores momentos históricos. La crisis ha desnudado al sistema y ha dejado al descubierto un esqueleto deforme con el corazón podrido. Sin embargo, aún alienta actitudes que carcomen el cuerpo social –puede que lo haga por mucho tiempo, porque no se le aplica un remedio eficaz–. La ciudadanía pone sus ojos en la política señalando culpables. Hizo dejación de sus obligaciones al entregar nuestros destinos a Consejos de Administración privados –cuando su mandato era representarnos para buscar el bien común–.

Más aún, la política parece constituirse hoy como parte del problema. Las estructuras de los partidos están obsoletas, lo que propicia que –en más casos de los admisibles– lleguen a los puestos de decisión quienes se abren paso a codazos, en lugar de ser elegido el más capaz y el más dispuesto al servicio público. Igual parece suceder con los sindicatos, que han sido colaboradores necesarios para que los españoles cobremos los sueldos más bajos –sólo superamos a Grecia y Portugal– de la Europa de los 15, frente a un poder empresarial ambicioso e insolidario.

Lo más grave es que no varían ni su discurso ni sus métodos. En los conflictos actuales del PP, les vemos negar con ahínco los evidentes síntomas de corrupción, resucitando viejas y nefastas teorías conspirativas en un espectáculo patético y nada inocuo que empobrece la democracia. Inmadurez, imprevisión y descoordinación enmascaran importantes logros del Ejecutivo. Los ataques partidistas nos hastían.

Asistimos perplejos a peligrosas concomitancias de todos los poderes que fundamentan el Estado de Derecho, incluido el cuarto, la prensa. Aupados en sus torres de marfil, los actores del fiasco no parecen enterarse del efecto que la suciedad y la inoperancia causan en la ciudadanía. Una inmensa apatía recorre el mundo –país por país y en la casa globalizada–, mezclada con brotes de rebeldía, cada vez mayores, que no encuentran canal para circular.

La doctrina militarista y neocon en lo económico que George W. Bush trajo bajo el brazo fue dando los últimos golpes de gracias a los organismos nacidos tras la II Guerra Mundial y su intento de que aquella conflagración terrible fuera la última –¿se acordaría alguien, hoy, de los Derechos Humanos al redactar Constituciones?–.

La ONU inoperante, la ONU bombardeada y dócil, el periodismo silenciado, cuando no también gaseado y golpeado… o desactivado. Noticias de un día, sin seguimiento, ni refrescadas con antecedentes; la sociedad que no parece ser consciente de sus derechos y de su papel actor en el devenir de la historia.

Cayó ya el manto de la impunidad sobre la última masacre de Israel sobre los palestinos. Un muro de 2.500 km sembrados de minas se yergue –olvidado– en el Sáhara, a la espera de un referéndum que nunca se celebra. Se aplastó la revolución dorada –de monjes indefensos y hartos– en el Tíbet. Completamente. Hasta el silencio 30.000 muertos sepultados por un terremoto y –sobre todo– la tiranía, en Myanmar. Totalmente. Hasta la indiferencia. Aunque el mundo dolorido derriba sus barreras en avalancha: lo malo nos toca a todos. Más asesinatos de locura terrorista, cavernaria. Aquí y allá.

Se incrementan los precios de los alimentos y la gasolina; luego los especuladores los bajan sin dar explicaciones. Estalla una guerra al norte de la civilizada Europa. Por gas, por petróleo, por hegemonía. Se solidifican y congelan los hielos de la guerra fría. Un dirigente político legisla en su provecho, introduciendo el fantasma del fascismo desde sus pies de bota. Siguen llegando pateras. Sigue matando el hambre. Siguen diezmando poblaciones las guerras y las enfermedades. Unos pocos se lucran con el mal ajeno. Joyas y materiales preciosos –coltan, uranio– causan codicia y muerte en África. En Zimbabue, el cólera sin medicinas mata a cientos de personas. Su dictador, Robert Mugabe, fue exonerado de condena por el G-8 tiempo atrás, por ese juego de vetos y prioridades al que suele jugar.

Se reconstruye el Irak invadido, entre escándalos y más impunidad. Ya no hay espacio para tanto banco y tantos fraudes, pero hay que conservar el sistema a cualquier precio. Ya no caben más coches en el mundo, pero se hace preciso mantener las estructuras. Lloran los bolsillos millonarios –porque alguno de los suyos les engañó– mientras repasan sus cuentas sólidas de Suiza. Baja el petróleo, sin cesar. Y todos los indicadores económicos. Y las Bolsas no se animan. Llegan los despidos, los ERE, tan oportunos a los planes económicos, y gimen –con más motivo– los asalariados.


¿Algo más tiene que pasar para que el mundo se inmute? El podrido sistema, la democracia enferma, exigen regeneración. Pero habrá que utilizar la propia casa como punto de partida. Necesitamos la política, esencia de la democracia, pero no esta. No nos podemos limitar a votar cada cuatro años. Ya no es hora de algaradas callejeras que no provocan cambio alguno. Los descontentos constructivos tampoco disponemos, desde nuestras casas aisladas, de los medios para fletar 700 autobuses, con bocadillo y manta o abanico.

En España, los planes inaplazables –vigentes en otros países– son, como mínimo: asambleas ciudadanas con políticos y expertos de la universidad, listas abiertas para que nuestros representantes no sucumban a la ominosa disciplina de partido, separación real de poderes. Cada uno de ellos, libre, limpio y responsable. Un periodismo crítico que erradique la prioridad del negocio, otros intereses ajenos, improvisación o falta de capacitación.

La educación como cimiento, no limitada a la enseñanza en el colegio, con una actualización continua de los adultos. Poderes públicos que la propicien en lugar de disuadirla. Una red mundial nos ayuda como vehículo. Todo ello contribuiría a despertar a tibios e insolidarios. Alguien tendrá que emprender la tarea. Si tiembla la tierra, habrá que apuntalarla. Con la voz, las manos y las utopías.

(*) Rosa María Artal es periodista y escritora. www.publico.es

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