lunes, 13 de septiembre de 2010

El problema real de España / Manuel Martín Ferrand


La todavía treintañera Soraya Sáenz de Santamaría le ha dicho a Mariano Calleja, en ABC, que “el problema real de España es que nadie cree al presidente del Gobierno”. Eso es verdad, pero no toda la verdad. La militancia empuja a las personas, incluso a las más inteligentes y formadas, a contemplar el mundo con orejeras y, en consecuencia, suelen perderse parte del espectáculo. El problema real de España es que nadie cree a José Luis Rodríguez Zapatero… ni a Mariano Rajoy. Al primero, por sus acciones; al segundo, por sus omisiones. A ninguno de los dos por su falta de grandeza política y sus muchas marrullerías operativas.

“La voz de la calle, como dice Sáenz de Santamaría, está indignada con la política de Zapatero” y es parecido el grado de indignación que genera la no política, la inacción, de Rajoy. Como bien pronosticaba hace unos días el semanario The Economist, las próximas elecciones legislativas las ganará “el partido que sea lo suficientemente valiente para cambiar de líder”. Claro que eso no es fruto de la casualidad ni, mucho menos, de algún negro designio de los hados malignos. Tiene su explicación.

La Historia de España, como la de todas las naciones de Occidente, puede sintetizarse como la sucesión de unos pocos en el mando y control del Estado y de sus instituciones fundamentales en cada momento. Esos “pocos” se diferencian fundamentalmente por el origen de su poder que puede haber sido alcanzado por la fuerza – invasora o golpista –, por la continuidad dinástica, por el abandono de sus predecesores o siguiendo cauces, más o menos, democráticos. En los periodos, no demasiados, en que la ostentación del poder ha coincidido con su ejercicio real, España ha funcionado y, en sentido contrario, la dualidad entre el poder real y su apariencia ha sido promotora de grandes catástrofes, al margen de la ilicitud de tan nociva esquizofrenia.

Atravesamos un momento en el que “los que mandan” obedecen a otros, bien sea de un modo consciente o inconsciente, inducidos por las normas, ignorándolas o burlándolas.

Parece evidente que Zapatero, aunque todavía sea mucho su poder y muchísima su capacidad para apartar a otros de sus reductos de influencia, no es “el que manda” en el Gobierno ni en el PSOE. En el Gobierno, por mucho que le duela al trío vicepresidencial, el verdadero poder, la capacidad decisoria, reside en Alfredo Pérez Rubalcaba. En el PSOE no hay mayor bastón de mando que el de José Blanco que, como es a su vez ministro de Fomento, conforma con Rubalcaba un poder duunviral del que cuelgan muchos de los problemas que nos afligen y en el que pivotan la mayoría de las deficiencias y anulaciones democráticas que padecemos.

Tampoco Rajoy manda en el PP aunque, después de haber apartado con gran precisión a todos cuantos pudieran empañar su brillo (?) político, se lo parezca a muchos. En el PP sigue siendo hipertrófico el poder de José María Aznar que, desde arriba, influye – en la medida en que el viento lo hace sobre la piedra – sobre su sucesor digital, de dedo. Desde abajo, la influencia de Pedro Arriola es grande y establece la dependencia que los supersticiosos tienen de quienes les echan el tarot o les miran las palmas de las manos. María Dolores de Cospedal está tan pluriempleada que si tuviera ganas, que no las tiene, no tendría tiempo para corregir, o tratar de hacerlo, la actitud recalcitrantemente inmovilista de Rajoy. No manda y, menos aún que ella, todos los demás. Entre la baronías regionales se ven atisbos de poder y fortaleza, como es el caso de Alberto Núñez Feijoo, y otros de pura mayoría, como Francisco Camps; pero la peripecia que vive en Asturias Francisco Álvarez Cascos pone en evidencia una maquinaria partidista corrompida por la molicie y encastillada en el sueldo y el empleo antes que en el interés de ganar elecciones y servir a la Nación.

En el resto de los partidos, especialmente en los de naturaleza nacionalista o soberanista, ocurre lo mismo que en las dos grandes formaciones nacionales. Sus expectativas de poder real, en lo que al Estado se refiere, solo se sostienen en la elástica fragilidad representativa que padecemos y se corresponde con el Titulo VIII de la Constitución. No tienen poder objetivo; pero, en función de la necesidad de cada instante, pueden mandar sobre el Ejecutivo y determinar su conducta, como es el caso presente del PNV y el Gobierno de Zapatero en vísperas de la elaboración de los Presupuestos del Estado para 2011.

Para nuestra mayor desgracia colectiva y jibarización de la democracia, tampoco en los demás poderes del Estado, ni en sus más notables instituciones, manda quien parece. En quiebra de nuestros propios supuestos constitucionales y forzado por una normativa electoral, que impide la representatividad y el parlamentarismo, se ha generado un gigantesco pasteleo entre los tres clásicos grandes poderes que los amanceba. El Poder Judicial, como puede observarse a diario, no es independiente del Ejecutivo. No manda sobre sí mismo desde que, por su propio interés, Felipe González – hace ya veinticinco años – lo anuló. Lo mismo, o parecido, puede decirse del Tribunal Constitucional, del Defensor del Pueblo y de cuantos mecanismos ha ido creando la experiencia democrática internacional para garantizar la independencia de los Poderes del Estado y aquí sirven para lo contrario o, en el mejor de los casos, para nada.

Si a tan triste panorama se le añaden los poderes autonómicos y municipales, fundamentales para el Estado de Derecho, veremos que son meras terminales, salvo en las Autonomías de relevancia separatista, de la voluntad y el designio de las cúspides del PP o del PSOE. Los presidentes autonómicos, salvo en Cataluña y el País Vasco, y los alcaldes de la mayoría de las ciudades españoles lo son porque Zapatero o Rajoy decidieron, o autorizaron, su inclusión como cabezas de una lista electoral.

Tampoco, y salvo excepciones rarísimas, en el contrapoder clásico, en los medios informativos, mandan quienes parecen mandar y, en ese entendimiento, se centra el problema real de España. Los apuntadores, escondidos en su concha, determinan la conducta de quienes parecen primeros actores en el espectáculo político y solo son muñequitos de un triste guiñol del que, a mayor abundamiento, son muchos sus acreedores internacionales.

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