Quizá no fue buena idea arrojar una piedra en el hemiciclo de las Cortes para demostrar que se estaba libre de toda culpa, tal como hizo el portavoz socialista Ángel Luna en el pasado debate sobre política general.
Al brillante y templado diputado, acaso el más elocuente de los parlamentarios de expresión castellana de cuantos han pasado hasta ahora por esta tribuna, le sobran recursos dialécticos para replicar la insidia que le teñía de sospechas, sin necesidad de recurrir a una escenificación que ha condensado el interés mediático en perjuicio de otros aspectos críticos y más relevantes de estas sesiones.
No obstante, el gesto propició que el presidente Francisco Camps, ávido de triunfos por modestos que sean frente a su implacable adversario, aprovechase la oportunidad para convertir la simbólica china en "arma arrojadiza" y ultrajante de la "sacrosanta Cámara de la palabra valenciana", tal como dijo.
Mucha hipérbole y no poca coentor para describir una institución que está en constante proceso de devaluación política desde que gobierna el PP y muy especialmente el referido molt honorable. Resulta evidente que el carácter sagrado que éste le otorga no impide que allí cunda la mentira, la ocultación y el abuso donde debería resplandecer la transparencia y la vocación democrática sin necesidad de que el Tribunal Constitucional haya de restaurar, tal como ha hecho, derechos elementales conculcados por el partido gobernante.
Pero resulta obvio que estos correctivos judiciales, como las protestas de la oposición, se las ha traído al pairo a un partido que confunde la mayoría electoral absoluta con el fuero para hacer lo que le place confiando en que las urnas le absolverán. El PP valenciano está persuadido de que es inamovible y que la realidad no demolerá la ficción felicitaria y el sermón victimista en que está instalado.
En esta misma sesión de Cortes que glosamos, como en otras precedentes, el jefe del Consell ha sido pródigo en la descripción de una Comunidad que, de creerle, sería Jauja, cuando lo bien cierto es que está hecha unos zorros, como se decanta del paro descomunal que padecemos, el índice de crecimiento inferior siempre a la media española, la devastación del sector industrial, la ruina de las finanzas públicas y una atonía que mina capítulos esenciales como la sanidad y la enseñanza.
El analista político Josep Ramoneda cavila en un libro reciente sobre la "dictadura de la indiferencia" que actualmente pervierte las democracias. Aquí en el País Valenciano ese fenómeno tiene, como es sabido, un precedente incívico: el menfotisme, por el que nos desinteresamos de lo que socialmente nos atañe. No es una virtud, sino todo lo contrario, por el individualismo insolidario y a menudo grosero que conlleva.
Conocida esta idiosincrasia, unida a la flojera de las alternativas políticas en juego, quizá hayamos de confiar -sin demasiada confianza, ciertamente- en la acción de la justicia y en la condena de las corruptelas y corrupciones que salpican la Comunidad desde Castellón a Torrevieja, con mención especial del titular de la Generalitat.
Sobre este penden delitos varios y graves que ha de sustanciar el TSJ de Valencia a pesar del filibusterismo judicial desarrollado por el diputado Federico Trillo. No es la solución idónea, pero alguna ha de producirse para promover un cambio y recuperar el clima de honradez y eficiencia que el PP ha malversado.
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