Podría ser que la declaración Atlántica de Lisboa, donde se extienden las responsabilidades de Seguridad y Defensa de los países de la OTAN a todo el Planeta -con el argumento de la lucha contra el terrorismo- suponga entre otras cosas que Ceuta y Melilla ya están bajo el paraguas de la Alianza Atlántica, cosa que no ocurría hasta ahora. De ahí que la situación de ambas plazas españolas constituyera el “talón de Aquiles” del chantaje de Marruecos sobre España, como se ve con frecuencia y ha reaparecido con nitidez durante la reciente crisis del Sáhara donde la monarquía alauita de Mohamed VI ha vuelto a aprovechar -como en la muerte de Franco- la actual inestabilidad política, económica y social de España para avanzar en su política expansionista. Naturalmente, imaginar que la troika diplomática que representó España -Zapatero, Jiménez y Chacón- en la reciente cumbre atlántica de Lisboa se haya percatado de la importancia y alcance de esta interpretación de la nueva definición atlántica es demasiado pedir, por más que sobre el papel no deja de ser una novedad e interesante realidad que debe inquietar a Marruecos.
Sobre todo en este convulso tiempo español, donde las barbas financieras de Irlanda -y pronto las de Portugal- están siendo peladas por el barbero del rescate financiero de la Unión Europea, mientras en Cataluña estamos al borde de una renacer del nacionalismo pro independentista de la mano de un taimado Artur Mas que con su minoría “decisiva” pretenderá someter la soberanía nacional como recientemente lo hizo, con solo siete diputados, el PNV a cambio de aprobar a Zapatero los Presupuestos de 2011, con lo que se completa y escenifica el deterioro de España en la cohesión nacional, así como en la dramática situación económica y social y en la política Exterior, como se aprecia en la crisis del Sáhara.
Ofreciendo todo ello y coincidiendo con el 35 aniversario de la instauración por el general Franco de la Monarquía de don Juan Carlos I un escenario de final del Régimen de la transición de la dictadura franquista a favor de la pretendida Democracia española -más bien una partitocracia-, que si bien consiguió el objetivo de la reconciliación nacional de “las dos Españas” enfrentadas en la Guerra Civil, la recuperación de las libertades y nuestra integración en las instituciones democráticas europeas, lo que constituye un excelente balance, aún tiene pendiente en España el logro de la verdadera y moderna democracia y la primacía de la identidad y cohesión nacional, hoy a la deriva entre el caótico modelo autonómico del Estado y la insaciable sed independentista de los políticos nacionalistas, que viven del discurso de la ruptura al margen del sentimiento ciudadano, como se aprecia ahora en Cataluña con el hundimiento electoral de los radicales de Esquerra (ERC).
El paso de la Transición a la Democracia bien podría ser la misión o tiempo del Príncipe de Asturias, don Felipe de Borbón si las cosas se hacen bien -o en su defecto de la III República- una vez que las grandes fuerzas políticas nacionales, hoy encarnadas por el PSOE y el PP, estén en condiciones de liderar y de sellar un pacto nacional de reforma democrática y del modelo político, económico y social de España, al margen de los chantajes de las minorías nacionalistas, separando de una vez por todas los tres poderes del Estado, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, cambiando la ley electoral hacia un modelo representativo justo, y poniendo fin al imperio y al dominio del poder por los aparatos de los partidos políticos. Los que están dominados por una clase política sin prestigio social, donde la mediocridad, la falta de formación y la incapacidad de los gobernantes alcanzó cotas insufribles y está en el origen de los graves problemas que inundan la vida española y enturbian el horizonte de nuestro país en un mundo convulso y globalizado.
Los 35 años del Rey don Juan Carlos ofrecen un buen balance global para la Historia de este país, por más que permanecen zonas oscuras relativas al golpe de Estado del 23-F, la corrupción política, los crímenes del GAL, etc. Pero tiempo es de avanzar en la reforma democrática y cohesión nacional de España y ello sólo será posible con un pacto político de las dos fuerzas nacionales más representativas y las minorías que se quieran sumar, que ha de comenzar con un primer pacto de batalla frontal a la crisis económica y social que nos invade, dejando de lado y en su función de minorías a los insaciables del nacionalismo, y buscando una zona de confianza dentro y fuera de España que permita un esperanzado horizonte de recuperación de la economía y de estabilidad financiera.
Un camino sin duda difícil y escabroso pero obligado e imprescindible, y desde luego muy difícil de imaginar bajo el liderazgo de Zapatero una vez que este presidente ha negado a España la crisis económica, y ha probado su incapacidad y la de su gobierno para hacer frente a los problemas de nuestro tiempo y de la sociedad. Al final de este camino habrá que llegar a un verdadero periodo constituyente español -que se nos negó en el difícil inicio de la transición por la presión del franquismo saliente-, sin miedo a las reformas democráticas y de cohesión nacional. Porque los problemas que sufre España en estos momentos no sólo dependen de la crisis general, o si se quiere internacional, ni tampoco y en exclusiva de los malos gobernantes sino de un cúmulo de elementos entre los que destacan las pésimas reglas del actual juego político español que consienten todo esto y que, agotada la transición, nos han conducido a la vigente situación.
Los 35 años de la Monarquía
Las crónicas celeste y rosa que en estas efemérides y aniversarios nos presentan los canales de las televisiones oficiales y oficiosas no se corresponden en muchos aspectos fundamentales de la transición con la verdad. Por ejemplo, en España no hubo periodo constituyente para pasar de la dictadura a la democracia, como exige todo proceso democrático –o como ocurrió en la Suráfrica de Nelson Mandela-, ni hubo debate constitucional sino conversaciones secretas y a puerta cerrada de los llamados “siete padres constitucionales” cuyo texto final, debatido de espaldas al conjunto de los españoles, se aprobó por casi unanimidad en 1978.
No hubo, por ejemplo, referéndum sobre Monarquía o República, y la Corona se camufló en el texto general de la Constitución de 1978. En definitiva, no hubo una ruptura democrática con el régimen del general y dictador Franco, y además otros países como los Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Alemania ejercieron su influencia sobre el futuro español, promoviendo en nuestro país un modelo de parlamentarismo con sistema electoral de corte proporcional porque temían los liderazgos populistas en un modelo más democrático y mayoritario –o la elección del presidente del Gobierno por sufragio universal directo- como el que impera en sus países. Aquí todo se dejó al control del aparato de los partidos, incluida la soberanía nacional disuelta en las listas cerradas de la partitocracia a la española.
Y todo eso se prolongó por el sendero de la acumulación, en las manos del partido ganador de las elecciones, de todos los poderes del Estado: ejecutivo, legislativo y judicial, mas la prensa, la banca, las grandes empresas reguladas por el Estado, los servicios de información, etc. Todo un inmenso poder propicio para la impunidad, el abuso o la corrupción y con gran capacidad para evitar el control democrático, judicial o periodístico, aunque en algunos y sonados casos no se pudo evitar porque algunos jueces, fiscales, periodistas o incluso políticos denunciaron a tiempo los abusos y se pudieron condenar. Pero falta mucho por aclarar.
¿Por qué el Parlamento no investigó la dimisión de Adolfo Suárez, el golpe de Estado 23-F, la corrupción general de los partidos, los GAL- de los que ahora presume Felipe González-, las privatizaciones de empresas públicas, las concesiones audiovisuales, etc? El golpe de Estado, los atentados islamistas de 11-M de 2004 en Madrid y los cerca de mil asesinatos de ETA han sido los momentos más duros de la transición. Así como el ingreso en la OTAN (en tiempos de Calvo Sotelo y luego ratificado por González), y el apoyo de España a la guerra de Irak (bajo el mandato de Aznar) o al Rey Mohamed VI de Marruecos en la reciente crisis del Sáhara (ahora con Zapatero) fueron decisiones de los gobiernos de España que chocaron frontalmente con el sentimiento mayoritario del pueblo español. Y lo mismo ha ocurrido con el estatuto catalán, burlando la legalidad constitucional por la vía de leyes orgánicas bajo el férreo mando de los partidos implicados, y luego rectificado –solo en parte- por el Tribunal Constitucional. ¿Dónde estaba en todos estos casos la soberanía nacional?
Siempre se nos dijo como excusa o argumento que la Democracia española era joven y pecaba de inexperiencia, pero la Democracia no tiene edad, es o no es, y parece llegada la hora de una profunda reflexión y de una reforma moderna, representativa y en profundidad, por más que los beneficiarios –la clase política, que vive de la política y no para la política- del vigente y ya demasiado largo régimen partitocrático español se resista a hacer la reforma aunque pierdan sus privilegios en beneficio de la ciudadanía y de la soberanía nacional. Sabemos que en estos 35 años de transición hubo progreso, libertades y muchas cosas buenas y elogiables pero todo debe mejorar y la actual crisis institucional y de cohesión e identidad nacional, sumada a la no menos importante crisis económica y social deben provocar el cambio definitivo y completar el largo viaje de la transición hacia la libertad con el viaje final hacia la Democracia. Y ese debe ser el objetivo y desafío de las nuevas generaciones, ajenas a la Guerra Civil –que algunos han querido desempolvar- e incluso al tiempo de la transición por más que las clases dirigentes de los partidos, los poderes públicos y fácticos prefieran que todo siga como está.
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