Las revueltas populares que comenzaron con el gesto desesperado de Mohamed Buazizi, el humilde vendedor de fruta tunecino que se inmoló en protesta por la brutalidad de la policía, han logrado en breves semanas lo que las bombas y los atentados de los yihadistas no consiguieron en largos años de barbarie: un cambio radical en el panorama político árabe, con el dictador de Túnez derribado, el de Egipto convertido en un cadáver político y unas apresuradas reformas democráticas emprendidas por Gobiernos que, hasta la víspera, se declaraban cínicamente comprometidos en transiciones que, sin embargo, no avanzaban jamás en el reconocimiento de las libertades.
Esta formidable sacudida política llevada a cabo sin un solo disparo por parte de los manifestantes, sin una sola acción que pudiera empañar su causa, exige corregir la diplomacia hacia la región de las principales potencias mundiales, incluido Israel. Como también exige mandar al lugar que merece esa infame literatura de expertos y seudoexpertos que, tras los atentados del 11 de septiembre, colocaron bajo sospecha a millones de personas con el razonamiento, a la vez siniestro y estúpido, de que, por ser árabes, tenían que ser musulmanes; y de que, por ser musulmanes, tenían que ser islamistas; y de que, por ser islamistas, tenían que ser, cómo no, terroristas.
¡Tanta perspicacia intelectual para descubrir enemigos emboscados de Occidente entre hombres y mujeres que solo aspiraban a lo mismo que aspiran los hombres y mujeres de cualquier parte del mundo, al pan y a la libertad, y tanta ceguera para no ver que, en realidad, se trataba de víctimas de unos dictadores con los que Occidente había concluido el negocio de sostenerlos a cambio de protección contra un enemigo que esa literatura agigantaba!
Cuando, tras la huida del tunecino Ben Ali y de la defenestración de Mubarak, que caerá o no como caen de la higuera los higos secos, se vuelve a agitar el fantasma de los islamistas y de su posible ganancia en el río de la revuelta, lo único que se está haciendo es salvar la cara de aquel repulsivo negocio, cuando no prorrogar por miedo o por interés la vigencia de su cláusula principal. Pero no solo porque si, llegado el caso, los islamistas triunfasen en unas elecciones democráticas no se podría cuestionar su triunfo sin cuestionar al mismo tiempo la democracia, sino porque la hipótesis misma de la victoria de los islamistas es, sin duda, prematura, y, tal vez, equivocada.
Si los islamistas hubieran tenido capacidad para sacar tantos hombres y mujeres a las calles como las protestas de Túnez y Egipto -que podrían repetirse contra otras dictaduras de la región-, no habrían esperado a la inmolación del humilde vendedor de fruta Mohamed Bouazizi para convocarlas. Como tampoco los yihadistas hubieran construido el núcleo de su estrategia en torno a las bombas y los asesinatos; si lo han hecho es porque saben que forman una exigua minoría fanática, y que ni en sus más aventurados sueños serían capaces de movilizar a las multitudes que han derrocado a Ben Ali, y que amenazan con hacerlo con Mubarak, al grito de libertad y elecciones libres.
El bochornoso titubeo de la Unión Europea ante las revueltas, así como la impúdica posición de Israel, que no ha dudado en considerar sinónimos la estabilidad y la seguridad de la región con el mantenimiento de sus feroces dictaduras, demuestran que, ni en un caso ni en otro, han comprendido la auténtica dimensión de lo que está sucediendo. Sí la han comprendido, en cambio, las dictaduras vecinas de Túnez y Egipto que se sienten amenazadas, y que por eso se aferran al mantenimiento del statu quo, que por eso invocan el repulsivo negocio que concluyeron con Occidente, llegando así, por el camino opuesto, a la misma conclusión que Israel y a las mismas razones por las que la Unión Europea ha titubeado.
Porque lo que está sucediendo es que las revueltas están colocando, por fin, en manos de los ciudadanos árabes la soberanía que les usurparon las élites del anticolonialismo, después de haberlo hecho las del colonialismo. Aquellas se limitaron a copiar los métodos de gobierno que estas aplicaban en los territorios sometidos, y que nada tenían que ver con los vigentes en las metrópolis. Con la independencia, las poblaciones que ahora se han levantado cambiaron de tiranos pero no se libraron de la tiranía, con el agravante de que la guerra fría, primero, y la guerra contra el terror, a continuación, establecieron el juego maniqueo en el que ha fraguado, hasta esclerotizarse, la situación política que está saltando por los aires.
Una nueva legitimidad está surgiendo en la región, una legitimidad que solo cabe calificar de revolucionaria. El momento crítico de traducirla en medidas políticas ha sonado en Túnez y Egipto, y puede que siga sonado en la región a lo largo de los próximos días y semanas. En estos dos países se ha empezado a abrir paso, poco a poco, un proceso constituyente que las principales potencias mundiales, incluido Israel, no pueden ignorar, y menos entorpecer, sin arruinar la primera gran esperanza que ha ofrecido el siglo XXI, iniciado bajo el signo de funestos presagios.
(*) Diplomático
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