Si en algún sitio puede encontrar Cristina Cifuentes bálsamo, que no
cauterio, para sus heridas es en el Capítulo IX del Libro Primero de los
Ensayos, en el que Montaigne advierte: "Sé bien que los
gramáticos distinguen entre decir mentira y mentir; y dicen que decir
mentira es decir cosa falsa, mas considerando uno mismo que es
verdadera". A esa distinción aludía, sin saberlo, el dirigente del PP
que, según me cuentan en la redacción, explicaba, zumbón, en la
convención de Sevilla: "Nunca he visto mentir a nadie con tanta
sinceridad".
Cuando
estalló el escándalo, la presidenta de la Comunidad de Madrid creía
haber cumplido con los laxos requisitos del máster que medio le
regalaron,
como a tantos otros, en la Rey Juan Carlos, aunque no recordaba los
detalles. Son tantas las cosas trascendentes y/o dramáticas que han
ocurrido en su vida personal y/o política, durante los seis años
transcurridos, que no es de extrañar que las minucias de aquella
simulación académica generalizada -que si la matrícula, que si los
créditos, que si el trabajo final- estuvieran desdibujadas por completo
en sus recuerdos.
Precisamente, por eso, hubiera tenido que ceñirse a la recomendación con la que Montaigne
introduce su reflexión anterior: "No falta razón cuando se dice que
aquel que no se siente bastante seguro de su memoria, no ha de meterse a
mentiroso".
En su fuero interno puede consolarse, pensando que
ella creía haber actuado conforme a las normas vigentes y que fue eso, y
no otra cosa, lo que trató de transmitir. Pero verbalizarlo ahora sólo
empeoraría aun más su situación, pues muchos verían en ello una nueva
falacia y alegarían que Cristina Cifuentes traspasó con
desparpajo la frontera entre el "decir mentira" y el "mentir" desde el
mismo momento en que, durante su comparecencia ante la Asamblea de
Madrid, acomodó su relato a las pruebas falsificadas bajo la batuta del
estafador Alvárez Conde.
Lo que ha hundido a Cifuentes no es lo que pasó en
2012 en la Rey Juan Carlos, sino lo que ha pasado ahora en la Puerta del
Sol. O sea la cocción, aliño y emplatado de la mentira. Exactamente lo
mismo que le sucedió a José Manuel Soria -otro
"inseguro de su memoria"- cuando se enfangó en las arenas movedizas de
las omisiones y medias verdades sobre actividades familiares remotas en
paraísos fiscales. El narizómetro de La Sexta lo dejó para las mulillas.
Merece la pena profundizar en esto porque todos
sabemos que la mentira es el mayor denominador común de la vida
política. Hasta el extremo de que, a menudo dan ganas, de apuntarse a la
famosa propuesta de Swift, y promover una ley que
obligue a los políticos a decir la verdad durante tres meses al año, de
manera que podamos convivir con la mentira durante los nueve restantes,
sin ningún atisbo de mala conciencia cívica.
Pero si en la política española se miente
continuamente y a pierna suelta, conviene preguntarse por qué hay
mentiras letales como las de Cifuentes, las de Soria, o,
desgraciadamente, en sentido estricto, las que rodeaban en el momento de
su óbito a Rita Barberá; y, sensu contrario, por qué
hay otras, de mucha mayor enjundia y gravedad, que quedan impunes, como
parte de la monotonía del paisaje.
Para esbozar una respuesta, propongo afrontar la
etiología de las mentiras de los políticos, no desde la intencionalidad
de sus emisores, como hace Montaigne, sino desde la percepción de sus
receptores. Y adelanto que la experiencia me lleva a distinguir, no
entre mentiras involuntarias y mentiras voluntarias, sino entre mentiras
verosímiles y mentiras inverosímiles. O sea entre aquellas que, con
apariencia de verdad, pueden embaucar a su receptor, aun a costa de
dejar abierto el flanco de la duda, y aquellas que, resultando tan
patentemente mendaces, cuando no decaen terminan convirtiéndose en
expresiones de dominación o incluso tortura.
Cualquier
lector de Orwell entiende
la diferencia entre los noticiarios cinematográficos que informaban de
los cambios de alianzas entre Eurasia, Oceanía y Asia Oriental,
utilizando las mismas escenas bélicas, y la sesión de la habitación 101
en la que O'Brien explica a un Winston Smith, al borde de la total
alienación, cómo dos y dos pueden sumar cuatro, pero también tres, cinco
o "todo eso a la vez".
Entre la humana disposición a la servidumbre
voluntaria y la confesión de crímenes no cometidos, con tal de agradar
al dictador, existe ese vasto reino de las tragaderas en el que una
opinión pública, convenientemente pastoreada, se instala en la asunción
de lo inverosímil confortable.
Hubo un caso flagrante, a finales del siglo pasado, cuando se nos hizo creer que Felipe González
ignoraba que su ministro del Interior y su Secretario de Estado de
Seguridad gestionaban una trama que mataba y secuestraba personas; y ni
siquiera despachaba sobre el asunto con el jefe de los servicios
secretos. Es el antecedente más parecido de la verdad oficial, hoy en
día vigente, según la cual la contabilidad B del PP alternaba
anotaciones auténticas con anotaciones falsas cuyo propósito era hacer
creer a la posteridad que Mariano Rajoy -quien, por
supuesto, tampoco se enteraba de nada- cobraba sobresueldos ilegales,
343.000 veces más infamantes que el máster de Cifuentes.
Siendo, como se
ve, la mentira inverosímil el
predio de los Césares, cabría preguntarse cómo puede estar sobreviviendo
a una tan gorda alguien que gobierna en situación de extrema debilidad
parlamentaria, demoscópica y reputacional. La explicación está en el
lucrativo afán de los desvalijacadáveres, que hacen su agosto durante
todo el año, mientras mantienen con respiración asistida al moribundo.
Un día habrá que catalogar a los Polancos de Rajoy. El mismo papel que
ejerció durante el felipismo, con tanto virtuosismo como ninguna virtud,
el legendario patrón de Prisa,
se lo ha repartido durante el marianismo, un elenco de variopintos
personajes. Desde el traidor que ha entregado la ciudad que brillaba en
la colina a cambio de la supervivencia personal, hasta el camaleón que
ha puesto una vez más precio a su chaqueta.
Pero quienes de verdad se han forrado el riñón a
costa de la nulidad del Estafermo han sido los príncipes y lacayos del
duopolio televisivo. Ellos inocularon el veneno de Podemos para dotar de
sentido al antídoto y ellos dan cancha ilimitada a los golpistas
catalanes para preservar la utilidad de quien les planta cara con torpe
tibieza.
Poco puede esperarse del expediente de la Comisión
de la Competencia. Mientras los demás medios chapotean para sobrevivir,
estos dos grupos, con sus correspondientes circos de trapecistas y
payasos, siguen convirtiendo en oro el derecho de pernada que supusieron
las absorciones liberticidas de La Sexta por Antena 3 y la Cuatro por Tele 5. Hacia dentro funcionan con las reglas implacables de la mafia -que se lo digan al despojado José Lara-,
pero hacia fuera fingen esmerarse en la caza de políticos mentirosos y
corruptos porque los diosecillos de la audiencia siempre tienen sed.
Como ya dije en su día, en relación a Soria y
Barberá, qué festival nos habría deparado el duopolio, si los
chanchullos de la vicepresidenta del Gobierno se trataran con el ahínco
de los de la presidenta de la Comunidad de Madrid; o, no digamos, si las
mentiras inverosímiles de Rajoy pasaran por el filtro del narizómetro,
con el rigor dedicado a las mentiras verosímiles de Cifuentes.
Era creíble que la entonces Delegada del Gobierno
hubiera acudido el 2 de julio de 2012 a presentar su trabajo de fin de
máster al campus de Vicálvaro, pero el empeño por
desnudarla ha desmontado adecuadamente su farsa. Era increíble que Rajoy
no interviniera en la trama de extorsión y cohecho que se desarrollaba
en la sede de Génova, era increíble que Rajoy no se lucrara
personalmente con la caja B del PP, era increíble que Rajoy no supiera
lo del dinero en Suiza cuando mandó los SMS a Bárcenas, pero todos los
refajos de su apariencia de honorabilidad siguen intactos.
Entre otras
razones, porque cuando alguien como yo presenta ante la Comisión de
Investigación del Congreso veintiúna pruebas e indicios, que podrían
abastecer horas y horas de narizómetro, el duopolio marianista los
ignora por completo. No me extraña que a Jiménez Losantos le hierva la sangre cuando le agreden desde tamaña hipocresía.
Hay un dicho que sostiene que "una hormiga que se
mueve hace mucho más que cien bueyes dormidos" y ese parecía ser el lema
de Cristina Cifuentes. Su entusiasmo renovador, su capacidad de
trabajo, su simpatía a raudales, su apertura mental no sólo la llevaron a
la cima de la Comunidad y el PP de Madrid, sino que la habían
convertido en alternativa a Rajoy y candidata a sucederle. Pero, como ya
les pasó a Gallardón y Aguirre, es imposible ser a la vez levantisco y
conformista.
La pretendida transigencia cero de Cifuentes con la
corrupción colapsó cuando se desdijo ante el juez de las denuncias que
había formulado en privado sobre las presiones y amenazas de Maruhenda y Casals
en el caso Lezo. Ellos bailan ahora, qué amarga lección, con los
bolsillos bien llenos, sobre el proyecto de cadáver hacia el que han
orientado los puñales de la izquierda.
A Cifuentes aun le hubiera quedado, o le queda, la
salida de marcharse dignamente y por propia iniciativa a su casa. No
tendría que ser un viaje sin retorno porque ningún fantasma penal la
persigue. En la vida se cometen equivocaciones pero los pecados se
expían; y si es con ejemplaridad, mejor.
Lo que lleva camino de aniquilarla para siempre es
la resignación a dejar su suerte en manos de Rajoy, renunciando a toda
singularidad ante la opinión pública, perdiendo el dominio de sus actos,
convirtiéndose en una ficha desechable más en el tablero de la
estrategia partidista.
A menos que exista un pacto para que la mentira
verosímil de Cifuentes quede subsumida en una mentira inverosímil de
Rajoy y adquiera así la intangibilidad de lo sagrado; es decir a menos
que el presidente suture la herida con un decreto demiúrgico: “Señores
del duopolio, mis fieles clientes y leales vasallos, yo también estaba
en el campus de Vicálvaro el día que Cristina defendió su trabajo ante
el tribunal”; a menos que ese milagro de la primavera la proteja, la
presidenta de Madrid ya puede ir adornando sus rubios cabellos con las
guirnaldas de flores que las doncellas, que cumplían el papel de chivo
expiatorio, llevaban cuando se dirigían al altar del sacrificio.
Será la negrita 101,
perdón, no, la negrita 102, la negrita 103, la negrita 104 o, para ser
exactos, la indeterminada nueva penúltima negrita que después de Soria, Rita y un señor de Murcia poblará,
en calidad de víctima sustitutoria, el cementerio político en el que
las almas en pena de tantas glorias nacionales ya sólo aguardan el
momento de ver ahorcarse a su pertinaz sepulturero.
(*) Periodista y editor de El Español
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