martes, 29 de mayo de 2018

Zaplana, el príncipe descubierto / Julián Quirós *

Cuando leí la penetrante biografía de Chaves Nogales sobre Juan Belmonte ya había tenido dos largos encuentros con Zaplana, un Zaplana ya (supuestamente) retirado de la política que volvía a pasear por la calle Caballeros gracias a la caída a los infiernos de Paco Camps y el posterior indulto de Alberto Fabra. Había en el libro un juramento belmontiano a modo de destello, propio de un torerillo desesperado y muerto de hambre; una declaración de principios predestinada a que un muchacho de Cartagena la hiciera suya muchas décadas después: «me haré torero en Valencia o me matará un toro». 

Ambos se arrojaron al coso con el coraje de la juventud y aquí triunfaron como primeras figuras. Valencia los hizo toreros. Y se acabaron los parecidos. Punto. A Belmonte, la fama y el dinero le dieron posibilidad de vivir como lo que era, un individuo sensitivo, raro, de profunda espiritualidad, icono de la intelectualidad. Puro misterio. 

Eduardo Zaplana en cambio era un libro abierto y estas aspiraciones debían producirle hilaridad o indiferencia; sus ansias fueron entonces profundamente terrenales, tangibles y concretas. Esto es de dominio público. Si algo define al expresidente de la Generalitat es su constante voluntad de poder, de llegar y permanecer; una ambición notable sujeta a un estricto autocontrol. 

En realidad, son condiciones muy aptas para ejercer la política. Sabe calibrar las oportunidades y los límites propios y calcular las debilidades y deseos ajenos; por eso usaba teclas diferentes según las pulsiones de cada interlocutor. A gente distinta, táctica distinta.

Zaplana tuvo su oportunidad en Benidorm y la aprovechó como catapulta, tomó la alternativa en Valencia con éxito pero no se conformó con ser una estrella. Quiso ser un príncipe, amado y temido, sobre todo temido, el príncipe de su propia república aprovechando el presupuesto desmedido que en aquellos años malgastaban los jerarcas autonómicos. 

Podría haberse eternizado en el cargo de presidente de la Generalitat, pero esa voluntad suya de avanzar, de ascender por la escalera social, lo empujó a renunciar al terreno conquistado para instalarse en Madrid, la capital del poder. Seguramente buscaba la presidencia del gobierno, pero pronto se dio cuenta de que le era inaccesible («yo llegué tarde a la sucesión de Aznar; sabía que no tenía opciones, eso estaba entre Rato y Rajoy»). 

Tampoco le importó, Madrid es muy grande, bastaba con formar parte de la mesa camilla donde se tomaban las decisiones y anclarse a ella. Cambió de registro, comprendió que moverse en Madrid con las ínfulas que usó en Valencia lo hubiera hecho parecer un patán con pretensiones. Refinó su estilo político de una manera extraordinaria y encontró su sitio en los despachos y salones de la corte. 

Madrid también es la capital del dolor o rompeolas machadiano donde casi todos fracasan. Pero él logró anclarse a la mesa del poder hasta este mismo martes, cuando fue detenido en su vivienda de Pascual y Genís. El príncipe ha quedado al descubierto y nada volverá a ser igual, aunque escape del trance judicial. Apostaría a que Zaplana lleva tiempo psicológicamente preparado para esta eventualidad, o no sería Zaplana. 

El mediodía del jueves estuvo declarando en la Ciudad de la Justicia, pero en su agenda figuraba un almuerzo con Las Provincias. Hacía año y medio que no hablábamos a fondo. Desde que aparecieron sus grabaciones con Ignacio González en el caso Lezo había desaparecido, ni siquiera llamaba para protestar o matizar las alusiones que le afectaban. 

Todo aquello tenía algo muy intrigante: ¿cómo una persona que ha superado los sesenta años y ha pasado por experiencias vitales traumáticas como perder un hijo o someterse a un trasplante de médula, una persona enferma que ha logrado sortear las sospechas de corrupción mientras todos sus sucesores quedaban cautivos de la telaraña judicial, cómo esa persona seguía especulando sobre poner o quitar jueces y fiscales o presionar a la ministra de Defensa? 

Pese a disfrutar de un estatus fabuloso como directivo de la primera compañía del país. La mayoría de la gente en su situación habría echado el freno, se habría retirado, pero eso demuestra que Zaplana está hecho de otra pasta y le domina una voluntad indesmayable. Lo fue todo en el PP, pero fue mucho más. Ha mantenido su acceso privilegiado a todos los estamentos. Puestazo en Telefónica, presidencia del principal foro de opinión del país (Club Siglo XXI), contactos con las grandes empresas, interlocución con el establishment catalán, componedor de fichajes diversos, fuente de los periodistas nacionales más influyentes, estrechos vínculos con Rubalcaba (al que le hizo un favor personal de los que no se olvidan), Blanco, Javier de Paz o José Bono (al que curiosamente ningún fiscal ha tenido la curiosidad de investigar), reclutador de cuadros para Albert Rivera y susurrador de consejos y experiencias a los inquilinos palaciegos de turno. 

Por supuesto el Zaplana previo, el más conocido en Valencia, cuando ostentaba la condición de Molt Honorable y todos sus resortes, no era tan fácil de sobrellevar. No debió ser cómodo hacer periodismo en Valencia durante su mandato. Hace una década, la primera vez que asistí al acto oficial del 9 de Octubre, lo tuve claro con una escena que dejaba boquiabierto al neófito. 

Al entrar Paco Camps en el salón de autoridades, todo el público se puso en pie y empezó a aplaudirlo con fervor, simplemente por hacer acto de presencia, en un gesto de adhesión y servilismo a un cargo público que no disfrutaban ni los reyes de España. El presidente de la Generalitat homenajeado por encima del Día de la Comunitat, de los premiados, entrando en escena bajo una especie de palio metafórico. Aquella costumbre medievalista, que afortunadamente acabó con el pobre Fabra, venía heredada de Zaplana y retrataba una época y unos modos jerárquicos peligrosos. 

La famosa sociedad civil apenas fue nada con el zaplanismo, que lo acaparó todo bajo su férreo control. Empresas, personalidades, patronales, colectivos, medios de comunicación. Todo. La propiedad de este periódico tuvo que dar un golpe de timón en la dirección para liberarse de las maniobras de uno de los principales colaboradores del President. Los tentáculos del poder no dejaban nada suelto. Hasta llegar a fabricar nuevos operadores en todos los ámbitos con el dinero de los presupuestos; Valencia fue tierra de promisión para muchos agentes llegados de todas partes. También esto lo sabe todo el mundo. La leyenda quizá sea exagerada, pero hay preguntas que retratan las reglas de juego: «¿qué puedo hacer por ti?»... «¿qué necesitas?»

En definitiva, el Zaplana de su época valenciana mandó mucho e intensamente. Y también dio frutos indudables, aunque ahora pretendan ocultarse. Sacó esta tierra del ostracismo, de la tristeza, de los complejos. Inventó un relato ganador que supuso un impulso considerable a la autoestima y el bienestar colectivo. Zaplana fundó la Valencia moderna, admirada en toda España, y sus sucesores mantuvieron ese relato tal cual, estirándolo más allá de lo razonable hasta que se fracturó de golpe con la crisis de 2007. 

El PP no tuvo más modelo que el que Zaplana puso en marcha y tanta ventaja electoral le otorgó durante veinte años. Si aquel proyecto llevó aparejado corrupciones, sobornos y fuga de capitales es algo que siempre estuvo presente en el imaginario colectivo, pero nunca hubo pruebas ni denuncias. Sólo ahora la policía, los fiscales y los jueces se han puesto a investigarlo. Sorprende que todo ese tinglado haya podido permanecer tanto tiempo oculto, hasta que casualmente aparecen cuatro folios manuscritos en el falso techo de una vivienda. Si te lo ponen en una película, no te lo crees.


(*) Periodista y director de Las Provincias



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