viernes, 1 de junio de 2018

Eduardo Zaplana: en la mente del recluso / Antonio San José *

“Está siendo duro, muy duro para él”.  Lo cuenta un funcionario de prisiones que conoce la asignatura y contesta a la lógica curiosidad del periodista. Ha transcurrido una semana desde que las rejas de la prisión valenciana de Picassent se cerraron a la espalda de Eduardo Zaplana con ese sonido, rotundo e inquietante, que  marca la frontera ineluctable entre un pasado que jamás volverá y un futuro incierto, lleno de oscuros augurios. La policía le acompañó amablemente hasta el despacho penitenciario en el que se realizan los primeros trámites. Todo con una cierta empatía con la persona, pero con la frialdad inexorable que marca el reglamento. 

El preso adquirió, en ese momento, conciencia plena de su situación. Vio cómo se le fotografiaba de frente y de perfil, observó cómo le son tomadas las huellas dactilares de sus diez dedos  -sin tinta, que las cosas han avanzado mucho y ahora todo es digital-. Se dio cuenta de que era un sospechoso y por eso el escaso aliño indumentario de su equipaje fue registrado con toda  meticulosidad para asegurarse de que en el mismo no había ningún objeto o elemento prohibido. Es la bienvenida del mundo carcelario. Un universo áspero y desagradable, un mundo hostil y muy alejado del ambiente en el que Zaplana ha habitado en las últimas décadas.

“Para un delincuente habitual”, te explican, “el shock es menos brutal, pero para un personaje así se trata de toda una conmoción”. De repente siente lo qué es perder la libertad. Ya no se levantará cuando decida ni se acostará a voluntad. Ya no comerá lo que le apetezca ni podrá ser dueño de su tiempo y sus actos. En prisión todo está perfectamente medido, reglamentado al máximo. Acostumbrado al halago permanente que dimana del poder, desde su época de alcalde de Benidorm, lo que ahora está viviendo es un baño de realidad brutal. 

Durante años escuchó a su alrededor adulaciones constantes encabezadas por el tratamiento del cargo que ostentaba: alcalde, presidente, ministro... Él era un “máster del Universo”, como el Sherman McCoy del desaparecido Tom Wolfe, un triunfador acostumbrado al éxito y al reconocimiento social. Un “conseguidor” al que todos recurrían para que velara por sus intereses. Un must imprescindible en la vida política, económica y social de este país. Siempre cerca del poder más alto, perennemente presente en las decisiones de más calado. 

Perejil de todas las salsas, que lo mismo almorzaba con un gran empresario que cenaba con un político influyente como él. Siempre impecable, porque aprendió muy pronto la importancia y las ventajas que reporta el vestir mucho mejor que los demás. Trajes a medida en las mejores sastrerías de Madrid y Valencia, tejidos de alta calidad y cortes absolutamente perfectos, como sus cortes de pelo y su aspecto físico.

Es inevitable asociar la imagen de Eduardo Zaplana a su tez, eternamente bronceada, a sus modales exquisitos, a su proverbial simpatía, a su legendario don de gentes. Nadie sabe cómo se las arreglaba, pero en todos sus cargos siempre encontraba tiempo para acudir, invariablemente, cada día, a un exclusivo gimnasio en el eje de la Castellana madrileña, del que era socio y en el que pasaba horas y más horas, bien en las máquinas de ejercicio, bien en la sauna de la que era todo un forofo. 

Ahora, en la cárcel, podrá seguir haciendo gimnasia, rudimentaria, eso sí, y no dispondrá de baños de espuma, sino de duchas comunes a las que acudirá sólo cuando se lo indiquen. En prisión no hacen falta cosméticos de marca ni colonias caras. Echará de menos, cómo no hacerlo, su lujosa y amplia casa en el  centro financiero de Madrid, su domicilio, no menos agradable, en la calle Pasqual i Genís de Valencia, su chalet de Benidorm,  sus vehículos de alta gama y la confortable intimidad de su cuarto de baño que seguro tanto añorará en las actuales circunstancias. 

Extrañará su inseparable teléfono móvil, que ya no puede utilizar,  con una agenda en la que está incluido todo el ghota político y empresarial español y la atención constante de su eficaz secretaria, Mitsouko Henríquez, siempre tan solicita y resolutiva. Y añorará, cómo no hacerlo, los exclusivos restaurantes que frecuentaba, donde siempre era tratado acorde con su categoría. En el comedor carcelario nos hay maîtres que le llamen “don Eduardo” ni que le sugieran exquisiteces gastronómicas de las que tanto gustaba para cuidar la línea, que siempre ha sido muy coqueto.

Zaplana es un sibarita entre rejas, un esteta de la vida arrastrado por el barro que ha perdido todo su prestigio y el reconocimiento social del que disfrutó durante los  muchos años en los que las sospechas sobre su honestidad eran invariablemente  conjuradas por la inexistencia de pruebas contra él. Ahora, las evidencias han aflorado tras un trabajo de tres años realizado por la UCO y el atildado político ha dado con sus huesos en la celda. 

Un dandi venido a menos al que ya nadie llama, que ve impotente cómo es negado por los suyos y hasta qué punto se ha convertido en un apestado social. Lo mismo que le ocurrió en su día a Mario Conde, Mariano Rubio o Ignacio González. “La cárcel es muy dura, te arrasa y te cambia en muy poco tiempo”, concluye el experto, y uno piensa que la codicia debe de ser una droga más adictiva que cualquier sustancia, porque es capaz de actuar como la bala de la ruleta rusa, que aniquila al personaje y arrasa con la persona. Tal es el caso del recluso Eduardo Zaplana.




(*) Periodista



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