martes, 22 de septiembre de 2020

El Sureste porcino y El Pozo tóxico / Pedro Costa Morata *

En los últimos años vienen proliferando las construcciones y los proyectos de macrogranjas porcinas en las provincias de Murcia, Almería, Granada e incluso Albacete, instalaciones que amasan miles de cerdos con destino final, en su mayor parte, la fábrica de  embutidos El Pozo, en Alhama de Murcia.  
El Pozo es una firma de crecimiento sostenido durante cuatro o cinco décadas, que suministra, a los mercados nacional e internacional, embutidos procedentes de esos cultivos ganaderos intensivos, dedicados a la cría y engorde del cerdo blanco.

El aumento desmedido y acelerado de estas granjas, cada vez más tecnificadas, masivas y contaminantes, ha dado lugar inevitablemente a un malestar social del que, en su detalle y globalidad, hay que hacer responsable a la citada firma alhameña, generadora de una demanda que aparenta ser insaciable y beneficiaria principal del negocio. Una empresa que no ha cesado en expresar su poder y su influencia política sobre la administración autonómica y que tampoco ha dejado de beneficiarse de la feroz burbuja inmobiliaria pasada destinando sus excedentes a la especulación del suelo, principalmente en el entorno de la capital murciana. 

Su impacto ambiental, pues, ha ido diversificándose y agudizándose, hasta llegar al momento actual, en que ha ocasionado el malestar –y la sublevación en varios casos– de numerosos pueblos de al menos tres provincias. En consecuencia, El Pozo ya es un serio elemento de perturbación social, además de ambiental, y se hace necesario pararle los pies.

Inició este rechazo la gente de Yecla, arropando al grupo Salvemos El Arabí y a sus tenaces líderes, y consiguiendo infligir una primera derrota a El Pozo y sus designios. Luego han ido levantándose grupos y pueblos en el noreste granadino, en el valle del Almanzora y el norte almerienses y también en Albacete. La lucha parte, inicial y aparentemente, de la negativa a aceptar estas enormes instalaciones en las cercanías de los núcleos poblados por las evidentes molestias que ocasionan, pero ya hace tiempo que incluye la condena del modelo de ganadería estabulada e intensiva, con todos los elementos de una actividad contra natura, como crimen contra el medio ambiente y los propios animales (mamíferos que sienten y sufren).

En estos momentos, y por lo que a la expansión de esta plaga en la región de Murcia se refiere, interesa seguir en detalle los casos de Jumilla, con una respuesta popular de rechazo vigorosa, y el de Cieza, donde el Ayuntamiento dice oponerse a la instalación de tres macrogranjas, pero (¡ay!) no consigue transmitir confianza, ya que más bien parece ocultar, con un aparente forcejeo con el Gobierno regional, su decisión de fondo de pasar por el aro (de El Pozo y de San Esteban). Hay que recordarle a la mayoría socialista, gobernante en Cieza, que cuando un Ayuntamiento tiene las ideas claras y se planta en beneficio de sus vecinos, no hay fuerza político-administrativa que lo pueda doblegar. Mucha atención, pues, a las maniobras que tienen lugar en el consistorio ciezano.

Si bien la toxicidad más seria de este negocio tiene que ver con el trauma social provocado, también abarca al impacto ambiental de estas granjas, demoledor para el acuífero, los suelos y la atmósfera. Un impacto que es bien conocido y que no admite pamplinas ni subterfugios, frente al cual la legislación –siempre pensando en las empresas– sólo prevé como necesaria la evaluación de impacto cuando las granjas llegan a 2.000 unidades porcinas (lo que hace que la mayoría de ellas declaren 1.999). 

De forma semejante a como funciona la agricultura intensiva, esta actividad debe considerarse de verdadero saqueo de los recursos naturales más esenciales, así como de incidencia perniciosa en la salud humana, tanto por la dudosa (si no imposible) calidad de sus productos como por la amenaza latente de enfermedades, las estrictamente porcinas (con las ocasionales mortandades conocidas) y las que, eventualmente, podrían traspasar el entorno animal y llegar a los humanos. Y, también al igual que la agricultura intensiva/masiva de exportación, la súper producción de El Pozo se basa en exportar (a otras regiones o al extranjero) alegres y atractivos embutidos dejando la contaminación (la mierda, con perdón) en nuestra tierra.

Este caso de la “explosión porcina” nos demuestra que son falsas las pretensiones de concienciación ambiental que –se dice, sin fundamento alguno– se están derivando de la pandemia actual y el análisis de sus causas. Sólo haciéndole frente con decisión desde los sectores afectados se podrá obligar al capitalismo depredador (como este de la ganadería y la agricultura intensivas) a rectificar sus desvaríos y respetar al medio ambiente. Una iniciativa gubernamental, mínima pero crucial, que refleje claramente que se está aprendiendo de los terribles errores de nuestro sistema económico, deberá desechar, desde ya mismo, las instalaciones de ganadería intensiva por sucias, crueles e inquietantes.

En la creación de una red, en auge, de estas macrogranjas, El Pozo utiliza tanto a la filial Cefusa como a particulares atraídos por el negocio que, debido a la usura de esta empresa, sólo lo es si se crían miles de cerdos, dada la miseria con que paga estos suministros; más una constelación de ingenieros, proyectistas y otros agentes comprometidos y entusiasmados por esta actividad tan prometedora.

Con más oportunismo que habilidad, El Pozo quiere rodearse de un aura de respetabilidad ambiental e incluso científica, adoptando iniciativas que pretenden demostrar su interés por el buen trato animal, con estudios, proyectos y financiaciones que repugnan intensamente, también por la farsa que representan. 

Ahí nos encontramos, una vez más, a la Universidad Politécnica de Cartagena arrimando el hombro en este desatino, ignorando que ciencia y técnica están para servir a la sociedad, no para dorar la píldora al depredador, y manteniendo esa Cátedra conjunta que financia El Pozo. No nos extrañemos si, en las granjas que suministran a esta factoría, y en las propias instalaciones centrales alhameñas, se acabe instalando, para los pobres cerdos condenados, música ambiental clásica y se pintarrajeen de alegres colorines los pasillos de la muerte.

Las “políticas de bienestar” que se puedan aplicar a animales destinados al sacrificio (que, insistamos, sienten y sufren), nos remiten a la necesidad de reducir nuestro consumo de carne, concretamente la de cerdo, y muy militantemente si proceden de las granjas intensivas. Y sobre la firma El Pozo, es de esperar que las plataformas que surgen desafiándola, le declaren la guerra pidiendo a la ciudadanía el boicot a sus productos, por la cadena tóxica que arrastran tras de sí.

Caída en desuso –por casposa, tonta y amarilla– la reivindicación de un Sureste político que, en torno a la Transición, quiso construir una región administrativa con las provincias de Murcia, Alicante, Almería y Albacete… nos encontramos ante una resurgencia de la idea, esta vez sin decirlo y por la vía de los hechos, con una configuración geográfico-económica y antiecológica que no tiene por centro la Orihuela de la cora de Todmir o la Murcia de los taifas andalusíes, sino la Alhama de Fuertes y El Pozo, productiva capital de una región porcina desde donde se irradia una toxicidad múltiple (social, ambiental), una influencia perniciosa (política, normativa, universitaria) y amenazas sanitarias que –es el momento de advertirlo– nadie debe considerar descabelladas.

 

(*) Activista ambiental, ingeniero y profesor universitario jubilado

 

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