Aunque parezca increíble, hasta hace poco se creía ilusamente que la inteligencia media de la población crecía año tras año, generación tras generación. Se trata, desde luego, de una creencia por completo mentecata, pero en cierto modo consecuencia inevitable del optimismo antropológico subyacente en las ideologías progresistas (y todas las ideologías vigentes lo son).
Pues el progresismo, más allá de que disfrace sus postulados defendiendo el progreso técnico, científico o político, lo que verdaderamente afirma (lo que constituye su ‘meollo místico’) es el ‘mejoramiento’ de la naturaleza humana (de ahí que esté tan empeñado en ‘ampliar’ derechos), su perfeccionamiento constante, su progresiva divinización, que se logrará plenamente cuando el hombre por fin haya renegado de todas las rémoras supersticiosas que lastran su ascenso.
El científico neozelandés James Robert Flynn, que se dedicó al estudio de la evolución del coeficiente intelectual mundial, observó que la tasa de dicho coeficiente subía cada año dos o tres puntos. Sólo al que asó la manteca se le ocurriría pensar que las pruebas que calculan el coeficiente intelectual sirven para medir la inteligencia real de una persona; pero el cientifismo gusta de estas supercherías.
Más delirante aún resulta que se acepte como si tal cosa que cada año el coeficiente intelectual mundial sube «dos o tres puntos», en lugar de concluir que todo el mundo se ha habituado tanto a los test que presuntamente miden la inteligencia y, por lo tanto, responde con mayor destreza a los retos que plantean.
Pero este delirio preconizado por Flynn hizo fortuna entre el estamento científico; y así llegó a considerarse seriamente que, en apenas medio siglo, la capacidad del ser humano para razonar, crear, inventar, imaginar y resolver problemas… ¡se habría duplicado! Aunque estamos acostumbrados a leer en la prensa este tipo de supercherías cientifistas, nos sigue sorprendiendo su desfachatez.
Pero, de repente, hacia finales de los años noventa del pasado siglo, esta tendencia empezó a invertirse. De repente, el nivel de inteligencia empezó a estancarse, incluso a decrecer misteriosamente; y así ha ocurrido desde entonces.
Desde luego, unos resultados cada vez mejores en estas pruebas no revelan necesariamente que la inteligencia media de la población crezca, sino tan sólo que la población ha desarrollado habilidades que le permiten resolverlas mejor, por estar habituada a resolver pruebas parecidas en multitud de situaciones cotidianas (desde los exámenes académicos hasta los test psicotécnicos que se exigen para cualquier zarandaja).
Sin embargo, unos resultados decrecientes revelan como mínimo que, pese a estar cada vez más habituados a este tipo de pruebas, interfieren problemas cognitivos que dificultan su comprensión.
Tal vez hablar de una ‘pérdida de inteligencia’ resulte demasiado traumático; pero parece evidenciar que ha surgido un problema que antes no existía, un obstáculo imprevisto que enfría aquel majadero optimismo antropológico que soñaba con inteligencias prodigiosas que dejasen las de Aristóteles o Santo Tomás de Aquino convertidas en cagarrutillas birriosas.
¿Qué ha podido ocurrir? Christophe Clavé, en su obra Les voies de la stratégie, apunta que, entre las causas de este curioso fenómeno, podría contarse el empobrecimiento rampante del lenguaje que padecemos.
Un empobrecimiento que Clavé ejemplifica con la reducción creciente del vocabulario que empleamos en nuestras conversaciones, pero también con la creciente dificultad que experimentamos a la hora de expresar un pensamiento complejo, o de captar las figuras retóricas que se emplean (cada vez menos) en el lenguaje literario, o los razonamientos sutiles propios del lenguaje filosófico.
Evidentemente, allá donde las palabras escasean y las estructuras sintácticas que las cobijan se simplifican, nuestro pensamiento se agosta y acaba por esclerotizarse, o bien balbucea impotente ante los retos que se le plantean y acaba por mostrarse incapaz de comprender y explicar las cosas más elementales.
De ahí que cada vez resulte más sencillo (basta repetir machaconamente una simple consigna sistémica) generar entre la población un número creciente de personas que reaccionan de forma ‘programada’, obedeciendo los mandatos más absurdos o desarrollando fobias desquiciadas.
De ahí también que a tantas personas les resulte tan difícil abandonar el ‘marco mental’ hegemónico: pues, aunque instintivamente saben que las consignas sistémicas que machaconamente les imponen son filfa, descubren consternadas que son incapaces de formular razonamientos que las rebatan.
El lenguaje, al fin, es logos; y allá donde faltan las palabras se muere la razón.
(*) Escritor y ensayista
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