Escribo pocas veces sobre política española, pero la frustración de las expectativas creadas respecto a una alternancia en el gobierno exige una reflexión. Aunque todo análisis realizado a posteriori –incluyendo este artículo– tiene menos valor que si se hubiera realizado a priori y debe ser tomado cum grano salis, las funestas consecuencias que tendrá la continuación del actual gobierno, cuyos pactos con sus aliados separatistas doy por sentado, requiere de una seria llamada de atención.
La probable permanencia en el poder de un personaje como Sánchez sólo se entiende por un motivo: es un gobernante que nunca ha tenido oposición digna de tal nombre. En efecto, la no-oposición, blandita como el algodón, de Rajoy II (Casado) y Rajoy III (Feijoo) ha sido un regalo extraordinario que le ha permitido cruzar todo tipo de líneas rojas sin recibir coste de respuesta más allá del trémulo piar de un pajarillo.
Este estilo político de no-oposición se basa en esperar a que caiga la fruta al suelo en vez de cogerla de las ramas del árbol, en ponerse con parsimonia a la cola esperando que antes o después le llegue el turno, en concentrarse en andar de puntillas y no hacer mucho ruido más que en levantar la voz. Es como un café tibio, algo insulso y poco apetecible y la antítesis de la osadía y audacia necesarias para alcanzar el poder, que la ultraizquierda leninista supo utilizar con tanta eficacia.
Errores de bulto y expectativas frustradas
Algunas críticas sobre el modo en el que el PP ha realizado su campaña electoral me parecen justas. La forma más frecuente de ganar unas elecciones es metiendo miedo a la población y diciéndole a quién culpar de ello. Mientras el PSOE dominaba esta estrategia tan burda como eficiente con el miedo a la “ultraderecha” (particularmente en Cataluña, donde los votantes no separatistas prefieren el apaciguamiento a la firmeza y confrontación, al contrario que los separatistas), el PP aludía como socio preferente a un PSOE moderado hoy inexistente a la vez que denigraba a su socio de gobierno natural: la oposición haciéndose oposición a sí misma.
En abierto contraste, el PSOE trataba con guante blanco a sus socios comunistas sin mencionar en ningún momento el “voto útil” a pesar de que la izquierda está tan dividida como la derecha – dividida, pero no enfrentada.
Tras afirmar sentirse “más cerca del PSOE que de Vox” (¿será cierto?), el PP cayó en la trampa de asumir el discurso de su adversario y realizó una campaña acomplejada y a la defensiva centrada en disculparse por sus pactos. ¿Tan difícil era poner como ejemplo el éxito de Madrid, donde tras un gobierno del PP con el apoyo de Vox no sólo no han desfilado las huestes franquistas por la Castellana, sino que los ciudadanos, encantados, han otorgado al PP mayoría absoluta?
La patológica falta de combatividad de la no-oposición le impedía incluso fingir indignación y exigir explicaciones a Sánchez por la estable alianza del psicópata con la “ultraizquierda” y el separatismo de pasado golpista o terrorista. Que le haya sido más sencillo al PSOE asustar con la “ultraderecha” que al PP asustar con la alianza subversiva que personifica Sánchez (y que asusta incluso al minoritario socialismo moderado que tantos añoramos) resulta increíble. Por último, la ausencia del líder del PP en el segundo debate fue algo tan patético como el escaño vacío de Rajoy en su moción de censura.
Por lo tanto, aciertan quienes señalan como un problema al principal partido de la no-oposición, pues, como en Hamlet, “algo huele a podrido en Dinamarca”. En efecto, la dinastía Rajoy no terminó con su marcha de la política, sino que continuó con sus sucesores, que permanecieron fieles a ese estilo timorato que he descrito antes y que supone una verdadera bendición para un gobernante agresivo y sin escrúpulos como Sánchez.
Éste es el verdadero nudo de la cuestión, y muestra un problema mucho más profundo que afecta a la política española desde la Transición.
El desequilibrio de fondo de la política española
Este estilo de comportarse se basa en la aceptación de las reglas, del lenguaje y de las definiciones de bien y mal del adversario político (el PSOE state of mind de Quintana Paz), lo que da lugar a la dócil aceptación de un doble rasero. Quien expide los pasaportes de corrección política es la izquierda. Por ejemplo, los comunistas subversivos de Podemos, los filoterroristas de Bildu o los delincuentes separatistas catalanes son partidos respetables, pero Vox es una peligrosa “ultraderecha” a la que hay que encadenar.
¿Se imaginan que al golpista Tejero – que pasó 15 años en prisión – se le hubiera indultado a los 3 años como a los catalanes? ¿Se imaginan que el caso ERE – el mayor escándalo de corrupción de la democracia– hubiera afectado a la derecha? Pero la mayor muestra del doble rasero es que, a pesar de que desde la llegada de la democracia toda la violencia política ha provenido de la extrema izquierda (tanto con el terrorismo marxista de ETA y el GRAPO como con los escraches y las violentas manifestaciones de batasunos y podemitas), es sobre la derecha sobre quien recae la sospecha permanente de extremismo.
El mismo estilo es el que explica la obsesión por el “centrismo”, concepto que nada tiene que ver con la loable definición aristotélica de virtud (el justo medio entre dos extremos), sino con un vacío absoluto de ideas y principios y un abandono de la lucha política rayano en la cobardía. ¿Observa acaso el PP que Sánchez o Podemos hayan alcanzado el poder gracias a su “centrismo”? ¿Cómo aspira a tener éxito un partido que vive atrapado por el miedo a pisar las líneas que le marca su adversario para provocarle una indefensión estructural?
En España la mitad del espectro político decidió hace muchos años dar por perdida la batalla del lenguaje y aceptó jugar con las cartas trucadas sin presentar debate ideológico o cultural alguno, limitándose a un seguidismo de toda iniciativa política que presentara la otra mitad (feminismo, ideología de género, etc.). Naturalmente, esto incluye adoptar el epíteto de “ultraderecha” (los ultras sólo pueden ser de derechas) para demonizar al partido que nació originalmente como una disidencia de los votantes traicionados por Rajoy.
En efecto, la crisis crónica del PP y la división de “la derecha” tienen como responsable último a Rajoy, nombrado a dedo con escaso acierto. Tras dos derrotas electorales consecutivas, sólo pudo ganar las elecciones del 2011 gracias a una enorme crisis económica utilizando como ariete la única acción responsable de Zapatero, que fue congelar las pensiones en un entorno de quiebra técnica del Estado.
El PP prometió no congelarlas y bajar los impuestos, pero al llegar al poder aumentó las pensiones un insignificante 0,25%, subió los impuestos más allá de lo que proponía el Partido Comunista y, lejos de avergonzarse, se jactó de ello a través del ministro de Hacienda más dañino para la seguridad jurídica de nuestro país (hasta la llegada de Sánchez y el desastre Montero, naturalmente): “Me río porque hemos desconcertado a la izquierda”, afirmó encantado Montoro. Poco tiempo después, el gobierno del PP volvió a mentir sobre la subida del IVA, que realizó después de las elecciones andaluzas del 2012 tras afirmar que no lo haría.
Tras prometer luchar contra la corrupción (sin comentarios) e incumplir su programa, que incluía “la reforma del sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial, para que, conforme a la Constitución, doce de sus veinte miembros sean elegidos por los jueces”, continuó traicionando a sus electores al mantener el protocolo que permitió la salida airosa de ETA tras su derrota policial.
Incumplió sus promesas y consolidó todas las leyes ideológicas de ZP, incluyendo la de Memoria Histórica o la del aborto: es más, susurró a sus magistrados afines que metieran en un cajón su propio recurso ante el Constitucional. Increíble.
De este liderazgo tan dañino, del que el PP jamás ha entonado un mea culpa, nació Vox, un partido que tras su inicial ascenso perdió impulso y quedó noqueado con su fracaso en Andalucía, donde intentó pasar de partido nicho a partido mayoritario.
Su dificultad para evolucionar desde una política de guerrilla a la de una política de gobierno, sus inoportunas estridencias estéticas y verbales, que favorecen la caricatura y el voto del miedo, la carencia de renovación de sus cuadros y las extrañas inclusiones y exclusiones en sus listas electorales son errores propios de la formación, que sorprendentemente ha omitido toda autocrítica.
La “derecha” puede acudir a las elecciones dividida, pero no enfrentada. El tiempo de despreciarse mutuamente o de apelar al cansino timo del “voto útil” ha pasado.
Los que miran sin ver y escuchan sin entender
Pero el verdadero culpable de que Sánchez pueda seguir gobernando es esa parte del electorado español que le ha votado a pesar de protagonizar la legislatura más escandalosa de la democracia. A esa parte del electorado no parece importarle nada sus mentiras constantes respecto a no indultar a los golpistas catalanes o no gobernar con los comunistas ni con los simpatizantes del terrorismo vasco; o la entrega al País Vasco de las competencias penitenciarias, a lo que se habían negado todos los gobiernos anteriores, que ha servido para acelerar el tercer grado de terroristas de ETA, o la reforma ad hoc del delito de sedición y de malversación para premiar a los golpistas catalanes.
Esta parte del electorado tampoco parece darle importancia a la preocupante demolición institucional que ha llevado a cabo, desde su asedio a la jefatura del Estado, al escandaloso cese, sin precedentes, de la directora del CNI o al dictatorial control de un Tribunal Constitucional absolutamente politizado que parece querer bordear la prevaricación sin fingir ya siquiera un mínimo de objetividad.
Los votantes de Sánchez tampoco parecen comprender que votarle significa votar el independentismo catalán y el filoterrorismo de Bildu (ojo, su socio más leal), que amplifican su poder gracias a Sánchez, su topo en la Moncloa. Si esto no les importa, imagínense lo poca importancia que darán a su guerracivilismo desenterrador de muertos, a la sistemática erosión del Estado de Derecho con su abuso del decreto-ley, su ilegal estado de alarma o la aprobación de leyes abiertamente inconstitucionales, o a sus tics autoritarios que le llevan a evitar exponerse al escrutinio público de la prensa o el Parlamento.
Tampoco parece importarles el cambio de política exterior respecto al Sahara y su sometimiento a Marruecos en detrimento de los intereses nacionales tras el sospechoso espionaje a su móvil, actuación que en un país con instituciones más sólidas habría dado lugar a una seria investigación independiente.
Por último, también les da igual su estilo macarra y el impudoroso amor al lujo y a los privilegios de que ha hecho gala, más propios de un dictador de república bananera que del primer ministro de un país europeo. El mérito de Sánchez es haber comprendido precisamente esto: que puede hacer lo que le venga en gana porque a una parte de su electorado todos estos escándalos le vienen grandes o le resultan indiferentes.
La lección que extrae un psicópata de estas elecciones es que tiene carta blanca para hacer su voluntad sin límite ninguno. Prepárense. Especializado en explotar la carencia de contrapoderes del régimen del 78, que no supo crear instituciones fuertes e independientes ni arbitró suficientes mecanismos de autodefensa ante una situación así, Sánchez continuará con su agenda subversiva e inescrupulosa de demolición del sistema con un poder crecientemente autocrático y arbitrario sin que la ley le sirva de freno, pues domina el Constitucional como si estuviéramos en la URSS.
No esperen ninguna ayuda de la UE: Sánchez es uno de los suyos, pues saca un diez en todas las asignaturas ideológicas de Bruselas.
Si Sánchez se mantiene en el poder, el daño que producirá a España será difícilmente reparable: el régimen del 78 quedará herido de muerte y la Constitución será papel mojado. Lamentablemente, ni la oposición, ni los medios, ni gran parte de los españoles se han enterado de lo que nos jugábamos en estas elecciones.
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