Sucedió
en otra era. Inicio de los años ochenta del siglo pasado. En París,
Pierre Bérégovoy, que es entonces ministro de finanzas de François
Mitterrand y que será después su primer ministro, conversa con un
selecto grupo de periodistas, amigos de la causa. Están inquietos. ¿Por
qué la televisión francesa –única y pública en aquel tiempo– fomenta con
descaro la presencia de un político tan histriónicamente parafascista
como Jean-Marie Le Pen?
Y
Bérégovoy deja aflorar esa sonrisa benévola de los que están en el
secreto. Y pide discreción a los amigos mediáticos: «Veréis, es una idea
genial del presidente. Si logramos que Le Pen suba por encima del 9 por
ciento en las generales, la derecha clásica será inelegible. De modo
permanente. Haced cuentas». Las hicieron. Era una aritmética elemental. Y
mortífera. El todopoderoso gaullismo quedaba excluido del poder, no por
un ascenso en flecha de la izquierda. Eso vendría luego.
Quedaba
inhabilitado por el pequeño –pero suficiente– porcentaje de clientela
que iba a perder por el lado de la extrema derecha del Frente Nacional. Y
esa pérdida –y esa inhabilitación– perduraría. Con ella estaría
garantizada la continuidad de Mitterrand, en lo que para él fue más un
trono que una presidencia. Al cabo, sólo la enfermedad y la muerte
rompió esa inercia. Y Mitterrand consumó su anhelo de siempre: ser jefe
de Estado vitalicio. Con más poderes de los que ningún Monarca absoluto
soñó nunca.
Ante
Sánchez, parece haberse abierto ahora un proyecto casi calcado sobre
aquel de la Francia de los años ochenta. Un azar, que nadie hubiera
previsto hace diez años, ha dislocado, a la derecha del PP, una fracción
ideológicamente caótica y retóricamente alarmante: Vox. Y esa fracción,
administrada con eficacia, puede dejar ilimitadamente fuera del
gobierno al centro-derecha español.
Ningún
historiador reconocerá, en esa amalgama de ocurrencias infantiles y
alarmantes grandilocuencias que es Vox, nada que se ajuste bien al
concepto clásico de «fascismo». Más bien, si se quiere jugar a las
genealogías, estamos ante una especie de hijo no muy brillante del
tradicionalismo que pudrió nuestro siglo XIX, paralizando la modernidad
española.
Y que hoy debería aparecernos como una muy curiosa pieza de
anticuariado. Pero, en política, no cuenta lo que uno es, sino la imagen
que de uno puede construir la apisonadora mediática. La de Sánchez es
extraordinaria: y el esperpento alzado se llama «Vox = fascismo =
verdadero PP». Funciona. Eso demostraron las urnas en la noche del
domingo.
Disparatado,
en rigor. Pero ahí está. Y aquí, aquel «efecto Mitterrand», que
Bérégovoy tanto alabó antes de suicidarse con la pistola de su escolta,
esa «inelegibilidad» del centro-derecha, está en trance de consumarse.
El sistema electoral español suma un plus en el coeficiente voto/escaño a
favor de las candidaturas únicas y en perjuicio de las múltiples. Fue
el recurso comprensible de una «transición» que buscaba la estabilidad
mediante partidos fuertes y la extinción del temido enjambre caótico de
los pequeños.
Así, los votos sumados de PP y Vox (que, al cabo, empezó
siendo sólo una escisión de descontentos en el partido de Rajoy)
hubieran dado una mayoría de escaños bastante cómoda en el parlamento.
Mientras concurran dos listas separadas, su posibilidad de sumar mayoría
es cero. O casi. Y decidirán siempre los independentistas.
No
hacía falta ser un genio para entender eso. Es lo que una pareja de
asesores áulicos explicó a Sánchez en la madrugada del 29 de mayo, tras
el batacazo municipal y autonómico. «Con Vox robando voto al PP, no hay
posibilidad alguna de que Feijó sume los escaños suficientes en las
generales. Puede que tú no ganes. Pero él tampoco. No tiene alianzas
posibles: no podrá gobernar. Tú sí las tienes: Bildu, Esquerra,
Puigdemont casi seguro…
Vox hace inelegible a la derecha española. Es
una ocasión de oro, sería estúpido no aprovecharla». Sánchez supo
escuchar: no era tan complicado como escribir una tesis doctoral. Y el
cálculo funcionó: los números siempre funcionan. Hoy, Vox es la garantía
de continuidad de Sánchez. Y su coartada para cualquier cosa. Vox
blinda a Sánchez.
Epílogo
para franceses. Cuarenta años después del genial «algoritmo
Mitterrand», el partido mayoritario en Francia es –ahora pilotado,
modernizado y rebautizado por su hija– el de aquel parafascista loco
llamado Jean-Marie Le Pen. El partido socialista no existe. Y la Francia
republicana ve, con estupor, la inexorable llegada a la Presidencia de
su peor pesadilla.
(*) Filósofo
No hay comentarios:
Publicar un comentario