domingo, 31 de enero de 2016

No quito ni pongo rey, pero... / Ramón Cotarelo *

...ayudo a mi señor."

La complejidad alcanzada por el sistema de partidos tras las elecciones de 20D va a dar para mucha cábala. Mucho fino análisis. Mucha sardina arrimada a la propia ascua. Mucho sondeo interpretado con cándida intencionalidad. En fin, algún contertulio saldrá del programa en una camisa de fuerza.

Como en los graves momentos de la historia patria, El País interviene con un editorial producto de su profunda identificación con la estabilidad de esta monarquía parlamentaria, y con formulaciones verdaderamente audaces: El PSOE no es la CUP. La idea del diario parece ser advertir de ello a Pedro Sánchez que, si lo ignora, debe de ser el único en todo el país. La advertencia se estructura en una cadena de razonamientos, sentados como verdades incuestionables pero que son altamente cuestionables. Se parte del supuesto de que el propósito de Sánchez de someter a consulta a las bases del partido la posible coalición es un disparate producto de sus lamentables errores que el diario refuta minuciosamente.

El primero es tratar de imitar a Podemos. Un error, no porque consultar esté mal, sino porque, según el editorialista, Podemos lo dice, pero no lo hace, sino que recurre a unos rituales controlados por la dirección leninista. Esto no es un error; es un juicio de intenciones del editorialista.

El segundo es que se trata de un golpe de efecto y un intento de vencer a los barones. Que sea un golpe de efecto o no, no quiere decir nada respecto a la justificación de la medida considerada errónea, y que Sánchez quiera ganar por la mano a los barones es lógico. O ¿ha de entenderse que,  como son los barones, él debe dejarse gobernar y adaptar su criterio a lo que se le imponga?

Error es también por cuanto el recurso a las bases, populista por definición, revela problemas de liderazgo dentro de la categoría de "políticos mediocres". Ni se le ocurre al editorialista que quizá los problemas de liderazgo sean mejores para el interés general que el liderazgo sin problemas. Un ejemplo bien a mano, el sólido liderazgo de los cuatro inenarrables años de Rajoy. Y en cuanto a la categoría de "políticos mediocres" pues, en fin, el mismo caso viene al pelo.

Igualmente erróneo es ocultar estos planes a los barones y saltarse, dice el editorial, "a la torera" las reglas del juego democrático del partido. Suponiendo que la idea no se le haya ocurrido en el último momento (sin que ello vaya en detrimento de su calidad), lo que haría irrelevante la intervención de los barones, lo de saltarse "a la torera" las reglas de juego es afirmación cuyo contenido de verdad descansa exclusivamente en el empleo del sintagma "a la torera". Las tales reglas del juego vienen en los estatutos y estos son susceptibles de tantas interpretaciones como personas ocupen los cargos.

Sánchez reincide en el error por ignorar un hecho que el editorialista enuncia como incontrovertible, esto es, que el PSOE es más un partido de electores que de militantes. Por supuesto, la distinción no quiere decir nada a nuestros efectos. Desde el momento en que los partidos se mantienen gracias a la financiación pública cuya cuantía se mide por la cantidad de votos y no de afiliados, lo que los partidos quieren son electores, no militantes. Pero mientras los electores no puedan identificarse como electores de un partido, las decisiones sobre este las tomarán los militantes, lógicamente. Consultarlos no es una demasía.

Lo errores se trasladan del orden teórico al práctico. Sánchez, según parece, no se ha enterado de que las elecciones del 20D no han dado una mayoría clara de izquierdas ni de derechas. Como con los errores, si no se ha enterado, debe de ser el único del país y es de suponer que alguien le habrá informado. Un tertuliano, por ejemplo, siempre en la pomada.

Error es igualmente pasarse de simpático en la vida. A El País le parece irresponsable ese propósito de ir tendiendo la mano "a derecha y a izquierda". En fin, supongo que para eso tiene dos. El diario, sin embargo, insiste en que es un error porque Iglesias y Rivera no se tragan. Cada vez las reflexiones son más profundas. Yo no sé si alguien habrá encontrado alguna vez en la naturaleza un animal con unas tragaderas más grandes que las de los políticos.

Pero el error definitivo, el que llevará al suicidio a Sánchez si lo comete, es no seguir los sabios consejos de Felipe González, dios menor tutelar del diario que le dio hace poco cancha en una entrevista para exponer su pensamiento. Un juicio salomónico: que ninguno de los partidos dinásticos sea un obstáculo para que el otro gobierne. Así, sin más, tercera vía de concordia.

Ignoro qué entenderá González por "gobernar". Apuesto algo a que el resto de los mortales entendemos "aplicar un programa". Corresponde a los socialistas demostrar a su antiguo secretario chino y actual jarrón general por qué deben gobernar ellos y aplicar su programa. No es mi tarea.

Mi tarea es poreguntar González, como ha hecho, Iñaki Gabilondo si él cree que se debe dejar gobernar otros cuatro años al Rajoy de los sobresueldos y el partido imputado en un proceso penal. Y preguntar, algo más allá, si cree que el gobierno del PP es un gobierno y el PP un partido. O son otra cosa, procesalmente hablando. Y, aun más allá: si conoce cómo las está pasando la gente, si tiene idea de los indicadores de desigualdad, pobreza, miseria, emigración, etc.

Propiciar que este gobierno arbitrario, injusto, abusivo, autoritario, corrupto, expoliador siga campando por sus respetos otros cuatro años sí que es un error. No hace falta un editorial para verlo. Basta con abrir los ojos.
 
El Tribunal Constitucional, 
ministerio del gobierno español

El gobierno español presume de enfrentarse al independentismo catalán solo con las armas de la ley y el Estado de derecho. Dentro de ese espíritu, su vicepresidenta, en rueda de prensa del viernes, tras el consejo del ministros, anunció que el gobierno instaba al Tribunal Constitucional a anular todos los actos que la Generalitat realizara emanantes de una declaración de independencia. Sostenía que ello era lógico pues si tal declaración fue anulada en su día por ese mismo tribunal, sus consecuencias han de ser nulas.

En efecto, es muy de agradecer que el gobierno español no emplee en principio el ejército, la guardia civil, la represión y la violencia, como ha hecho tradicionalmente para contrarrestar el soberanismo catalán. Que recurra a la justicia e inste a los jueces a actuar en el marco de la legalidad en vez de proceder reventarla a cañonazos según inveterado proceder imperial.

Solo que esas declaraciones y ese espíritu son falsos y un engaño.

Alguien podría decir que el engaño, el fraude, consiste en “judicializar” un problema que no es jurídico sino político, esto es, en instrumentalizar a los jueces para que resuelvan un problema que los políticos no pueden solucionar. Fue una queja muy frecuente entre especialistas y estudiosos en los comienzos del rodaje del Estado de las Autonomías en los años 80, cuando se planteaban continuos recursos competenciales al Tribunal Constitucional y hasta los magistrados se quejaban de que el gobierno y los partidos los usaran como parapeto para ocultar su incapacidad de resolver los problemas por vía de negociaciones políticas.

Pero esto también era, no ya totalmente falso y embustero como las intenciones del gobierno actual, sino erróneo.

Y era erróneo entonces y es falso hoy porque el Tribunal Constitucional no es un órgano judicial ni forma parte del Poder Judicial. Llevar los problemas políticos ante él no es “judicializarlos”. Eso es falso, una estratagema. El Tribunal Constitucional es un órgano político compuesto por juristas nombrados políticamente y con una finalidad política. Su actual presidente está ahí porque fue militante del PP, del partido del gobierno, por cuanto sabemos, subjetivamente sigue siéndolo y su función es resolver los asuntos en sentido favorable a una parte, al PP que es quien lo puso en donde está.

O sea, usar el Tribunal Constitucional para zanjar un contencioso político no es “judicializarlo”; es “politizarlo”. El hecho de que la Constitución residencie la jurisdicción constitucional (esto es, la competencia para resolver problemas constitucionales) en un órgano ad hoc llamado Tribunal Constitucional, al que se acompaña de la parafernalia léxica de la justicia (autos, sentencias, providencias, etc) no quiere decir nada. El invento es una triquiñuela autorreferencial que no otorga a sus decisiones legitimidad alguna sino solo una legalidad de parte y, por tanto, inútil. El ejemplo más obvio: por sentencia de 2010, ese Tribunal Constitucional decidió que los catalanes no podían considerarse a sí mismos una “nación”. Como decidir este disparate carece de todo sentido jurídico hubo que hacerlo de tan alambicado modo que la decisión no es justa ni injusta sino, simplemente, ridícula porque el de “nación” no es un concepto sino un sentimiento y ningún tribunal del mundo podrá jamás imponer o arrebatar a nadie un ápice de sentimiento nacional.
 
Por tanto, la decisión del gobierno, anunciada a bombo y platillo, de no ir por la vía de la pura represión y de acudir a los tribunales es un engaño más consistente en emplear la represión disfrazada de acción judicial, utilizar los mismos elementos de violencia camuflándolos como magistraturas que, en realidad, obedecen las consignas del gobierno como podrían hacer los militares o la guardia civil.

Y eso es lo que hay que destapar como lo que es, como una superchería. Y hacerlo con atención porque puede resultar difícil explicarlo en el extranjero, en donde, en principio, la patraña de “judicializar” falsamente los problemas políticos puede encontrar crédito en función del prestigio que entre gentes civilizadas tienen palabras como “tribunal”, “jueces”, “magistrado” o “justicia”.

Quede claro que no hay tal. Se trata de referir a un órgano político una decisión política en el sentido favorable a los intereses del gobierno de turno. ¿Valor de este procedimiento a los ojos de la justicia, del Estado de derecho? Cero. ¿Valor para justificar luego un posible recurso a la violencia si el soberanismo persiste? Todo. Ahí reside el peligro y eso es lo que hay que denunciar.
 
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED 

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