Conozco lo suficiente a Eduardo Zaplana como para querer creer en su inocencia, pero
tengo a la vez las suficientes referencias sobre la profesionalidad de
la juez Isabel Rodríguez, del fiscal jefe anticorrupción Alejandro Luzón
y de los mandos de la UCO, que desarrollan una encomiable tarea en la
lucha contra la delincuencia política, como para tener que contemplar la
funesta hipótesis de que sea culpable.
Con el secreto del sumario cubriendo los resultados
de dos años de investigación, es imposible saber hoy cual es la
consistencia de las pruebas e indicios que vinculan al
expresidente valenciano con el cobro de las comisiones presuntamente
pagadas por la familia Cotino por adjudicaciones
públicas, hace veinte años. La tentación estaba ahí; la necesidad, no.
Carezco de suficientes elementos de juicio. No tengo formado todavía un
criterio.
Mi amistad hacia el detenido empuja en una
dirección, el sentido común en otra. Sería una monstruosidad que fuera
víctima de un error de apreciación
o que se le estuvieran apretando las tuercas, en pos de piezas que
ayudaran a cuadrar un puzzle inconexo. Así no funciona -o no debería
funcionar- nuestro Estado de Derecho pero…
Lo que se ha filtrado del auto de prisión afecta, es
verdad, a personas estrechamente vinculadas a Zaplana e incluye nombres
de empresas que habrían servido para repatriar al menos parte de lo
pagado en el extranjero. Antes o después se levantará el velo y sabremos si son o no de Zaplana,
si han sido utilizadas o no por Zaplana, si han desviado o no dinero
hacia Zaplana. En caso afirmativo mi decepción será grande y me sentiré
doblemente obligado a hacer constar mi censura pública más rotunda, pues
hay conductas que jamás pueden quedar amortiguadas por ninguna relación
personal.
Es
cierto, en cuanto a las medidas cautelares
adoptadas por la juez, que sorprende que los presuntos sobornadores
hayan quedado en libertad y el presunto sobornado sufra
prisión incondicional. Tal vez tenga que ver con la prescripción de los
delitos o con algún otro tecnicismo. O con un oscuro pacto de impunidad a
cambio de una delación. Para la UCO y la fiscalía Zaplana era caza
mayor.
Tampoco tengo suficiente información para opinar sobre eso, aunque lo
de los documentos olvidados en el falso techo me suene, desde luego, a
cuento sirio.
¿Para qué entrar pues en esta liza, sin
suficiente
conocimiento de causa? En primer lugar porque en este momento en que lo
habitual es ponerse de perfil, quiero reiterar mi relación de amistad
con Zaplana.
Los lectores deben saber a qué atenerse. Esa amistad surgió cuando
era alcalde de Benidorm, se mantuvo mientras gobernaba en Valencia,
quedó hibernada cuando fue ministro y portavoz parlamentario, pues me
tocaba juzgar de cerca sus actos, y se reanudó con intensidad cuando
dejó la política. Si su teléfono ha estado pinchado dos años,
los investigadores nos habrán escuchado docenas de veces hablar sobre
Rajoy, Aznar, Zapatero, la sucesión en Telefónica, la buena marcha de El Español o cuestiones familiares.
Precisamente por eso hay un aspecto de su situación
procesal sobre el que sí tengo información detallada que me veo en la
obligación moral de divulgar: el estado médico de Zaplana y su
-perdóneme, Su Señoría- imaginario y absolutamente inverosímil riesgo de fuga.
Nadie en sus circunstancias, tal y como yo las conozco, se plantearía
una huída azarosa e incierta, con muchos visos de convertirse en un
atajo seguro hacia la tumba.
Cuando
a comienzos de 2015, reciente todavía el
drama de la muerte accidental de su hijo, también enfermo, se le
diagnosticó una variante de la leucemia de muy mal pronóstico, yo mismo
le acompañé a Pamplona a visitar a los especialistas de la Clínica
Universitaria de Navarra.
Él viajó luego a Houston, para terminar sometiéndose en el Hospital La
Fe de Valencia a un arriesgado trasplante de médula con su hermana como
donante.
Desde el mismo día de la intervención, Zaplana sabía
que viviría, al menos un año, en grave peligro de muerte por los
riesgos de rechazo y que, una vez superada esa barrera, sería toda
su vida un hombre a un hospital pegado, por un déficit crónico de defensas.
De hecho, los protocolos de sus oncólogos le obligan a ingresar de
inmediato siempre que tenga unas décimas de fiebre y a someterse, en
todo caso, a una revisión intensiva cada dos semanas. Una vez al mes
recibe un tratamiento específico de carácter regenerativo.
Ignoro en qué medida esto ha podido quedar
reflejado en los distintos informes que, al parecer, sus abogados han
presentado ante la juez. A veces los médicos utilizan de
palabra términos muy rotundos y son más cautos cuando los ponen por
escrito. Sí que puedo acreditar dos cosas: que, al menos en seis
ocasiones, ha sufrido infecciones de diversa índole que
han requerido su hospitalización urgente y han tenido a sus familiares y
amigos en vilo; y que cada vez que ha planificado un viaje, por breve
que fuera, ha suscrito el correspondiente seguro de cancelación.
Como algunos medios se han hecho eco de ello estos
días, viene a cuento añadir que, para colmo de desdichas, también a su
esposa, Rosa Barceló, se le ha diagnosticado
recientemente una enfermedad similar que requiere tratamiento médico
intensivo. La hemos visto fotografiada a la puerta de la prisión con
rostro demacrado. Es una mujer dulce e inteligente que huye de los focos
y nunca da entrevistas pero que, más allá de dimes y diretes, se
ha convertido en el punto de amarre de una familia golpeada por las
desgracias. Si no me equivoco, a eso es a lo que en términos judiciales
se le denomina “arraigo”. Todo un antídoto para el riesgo de fuga
de una persona sana; no digamos para el caso de un enfermo crónico que
acaba de enterarse de que su mujer comparte su propio drama médico.
Me parece imposible que el auto de prisión
incondicional, dictado por la discreta y respetada titular del juzgado
número 8 de Valencia, no incluya ninguna referencia a ninguna de
estas circunstancias, cuando se refiere al riesgo de fuga como uno de
los dos motivos fundamentales de la prisión provisional sin fianza,
dictada contra Zaplana.
Leo y me cuentan que Su Señoría alude a otras
“experiencias”, relacionadas con la falta de control fronterizo y la
libertad de movimientos en la Unión Europea, como si hubiera
algún paralelismo con la fuga de Puigdemont y sus consellers.
También, que se especula con que Zaplana podría esconderse y pasar
desapercibido en países en los que no es conocido, como si se tratara
del contable de un banco huido tras un desfalco. Pero es obvio que tiene
que haber quedado traspapelado algún párrafo en el que Su Señoría se
refiera específicamente a esos lazos hospitalarios y familiares, en una
situación tan exponencialmente límite como la de Zaplana.
Tal vez confiando en la subsanación de ese descuadre, su abogado, Santiago Milans,
ha presentado un recurso de reforma ante la propia juez Rodríguez.
Tampoco conozco el texto pero se ha difundido que el letrado invoca el artículo 508
de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Supongo que como medida
paliativa, si no se le concede la libertad bajo fianza. Su
literalidad dice: “El juez o Tribunal podrá acordar que la medida de
prisión provisional del investigado o encausado se verifique en su
domicilio, con las medidas de vigilancia que resulten necesarias, cuando
por razón de enfermedad el internamiento entrañe grave peligro para su
salud”. Cualquiera diría que el legislador pensaba exactamente en un
caso como este.
Es de sentido común que una detención domiciliaria
con control de comunicaciones desactivaría también el riesgo de
destrucción de pruebas, invocado por la fiscalía y asumido por la juez
como segundo gran fundamento de la prisión provisional. Es obvio que,
una vez registrado exhaustivamente el domicilio, sin poder abandonarlo y
sin más contacto que con su familia, pocas pruebas podría destruir Zaplana,
en el caso de que, al cabo de más de dos años de instrucción secreta,
quedara alguna que los investigadores no hubieran examinado ya
del derecho y del revés.
Suelen decir los letrados más curtidos que esperar
que un recurso de reforma prospere es como confiar en que vuelen las
ovejas o las ranas críen pelo. Sugieren así que no hay juez o tribunal que cambie de criterio en un fin de semana,
pues hacerlo supondría reconocer que no ha ponderado adecuadamente
algún elemento significativo en su resolución previa; y la disposición a
rectificar no es propia del estamento judicial, y menos en un país con
tanto orgullo como el nuestro. Si encima el presumible informe
desfavorable de la fiscalía retroalimenta la perseverancia de quien debe
decidir, pues todo queda siempre en cuatro frases retóricas que a modo
de cláusulas de estilo zanjan la cuestión.
Por eso he escuchado incluso que presentar este
recurso de reforma supone una "pérdida de tiempo", en la medida en que
dilata, siquiera en unos días, la presentación del de apelación que verá
una sala de tres magistrados de la Audiencia Provincial de Valencia,
sin el condicionante de una decisión anterior. A lo mejor soy un
ingenuo crónico, pero yo sin embargo creo que cada juez es la Justicia y
no debe descartarse nunca que argumentos con tanto peso como estos
puedan abrirse paso en la conciencia individual de quien debe resolver.
Insisto en que -como suele decirse tópicamente- no pongo la mano en el fuego
por la inocencia de Eduardo Zaplana, por mucho que la desee. Tampoco
estoy siquiera cuestionando la pertinencia de su prisión incondicional.
Habría mucho que escribir sobre el abuso de este recurso procesal, pero
no voy a hacerlo cuando la medida afecta a alguien respecto a quien
no soy imparcial.
Lo único que planteo es que, si la juez considera
imprescindible tenerlo bajo control, por razones de elemental humanidad y
estricta legalidad, esa privación de libertad tenga lugar en su
domicilio en los términos previstos por ese artículo 508 de la LEJC. No
sé si es verdad, como se ha publicado, que Zaplana tuvo que compartir celda con dos reclusos que fumaban
y que fue ingresado después en la enfermería con algo de fiebre. Pero
es obvio que prolongar situaciones de riesgo de esa índole, para alguien
con su cuadro clínico, es jugar cruel e innecesariamente a la ruleta
rusa.
Y de la misma manera que no sé si Zaplana cobró o
no de los Cotino, si Zaplana ha ocultado o no dinero en paraísos
fiscales, si Zaplana ha blanqueado o no parte de esos fondos -la
Justicia hablará cuando deba hacerlo-, estoy tan seguro de que su riesgo
de fuga es ninguno, que si viviéramos en una cultura como la de la
Revolución Francesa, en la que se contemplaba esa práctica, yo mismo me
ofrecería como rehén ante Su Señoría para garantizar su sometimiento a
la acción de la Justicia.
(*) Periodista y editor de El Español
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