lunes, 13 de noviembre de 2006

El ladrillo


Maximiliano Bernabé

(...) Si repasamos nuestra historia de los últimos años nos encontramos con una expresión que se repite bastante en los titulares: “burbuja inmobiliaria”. Hace referencia al gran crecimiento de nuestra economía basado, en gran parte, en la especulación inmobiliaria. España, en el s. XX ha tenido dos grandes empujones económicos. Uno fue, así aproximadamente, desde 1959 hasta 1974, y el otro comenzó en la segunda mitad de la década de 1990, y en el cuál todavía estamos. Han provocado un gran aumento del nivel de vida, que haya habido una gran brecha entre nuestra sociedad actual y una basada en la actividad agrícola y una economía precaria que traía una solución de continuidad de varios siglos anteriores. También, ha extendido bastante una estética chabacana de nuevo rico, del que ha hecho dinero –o, a lo mejor, no tanto- pero no ha tenido tiempo de pulirse un poco.

En este segundo salto, es donde ha desempeñado un gran papel la especulación inmobiliaria: Si damos un paseo por cualquier calle, veremos que donde antes había una panadería ahora hay una agencia inmobiliaria. Sólo en España se ha construido más en los últimos años que en varios países de la Unión Europea juntos; creo que cada español tocaría a dos casas si se repartieran todas. La urbanización desenfrenada arrasa muchos espacios naturales, multiplica el consumo de agua y parece como si nuestros campos fueran a convertirse, primero, en un mar de grúas y luego en filas de adosados. El precio de la vivienda se ha cuadruplicado en muy poco tiempo, lo que ha provocado una precarización en el acceso a la misma, es decir, hipotecas que, a este paso, acabarán institucionalizando la esclavitud por deudas, descenso de la calidad, infraviviendas, etc. Hasta las conversaciones de mucha gente parecen estar centradas casi exclusivamente en estos temas. No obstante, ningún ciclo de expansión, como nada, es eterno; mucho menos aquellos basados en la creación artificial de riqueza, es decir, en la especulación.

El caso paradigmático es el “crack” de Estados Unidos en 1929, que no fue tan fortuito como pudiera parecer sino que tuvo signos premonitorios. De hecho, las grandes fortunas, los magnates de aquellos años, se vieron tocados, claro, pero no perdieron ni fortuna ni poder. Las riquezas deshechas fueron, más bien, las de “medio pelo”. Si alguien –que tiene acceso a mucha información- ve signos de que el río va a venir crecido, trata de llevarse lo que tiene en la orilla a otro sitio. Otros, que no saben de dónde les viene el viento, cuando ven esto, primero fingen impasibilidad, luego se desconciertan y, más tarde aún, viene el pánico. Y al final de la cascada, los que más acaban sufriendo siempre son los que tenían muy poco o nada.

Eso que oímos tan frecuentemente de que “la burbuja inmobiliaria se va a desinflar” nos parece algo tan lejano, una mezcla de redención y catástrofe, algo que no sabemos si desear o temer, siempre en la esfera de lo nebuloso, como las catástrofes o los amaneceres de gloria. Sin embargo, quizá sea algo más cotidiano y hasta anodino, que ya está pasando. Puede que lo que vemos sean signos, puede que no sea nada, es absurdo jugar a profeta. Están los movimientos de capital de que hablábamos más arriba. Está el aumento continuado de las tasas de interés de los préstamos hipotecarios –cuando los precios están más bajos, los intereses suelen ser altos, cuando los precios suben mucho el precio del dinero baja, lo que no suele coexistir durante mucho tiempo sin convulsiones es precios altos y “dinero caro”-. Están, claro, todas las viviendas que han sido construidas en los últimos años; todas las que están en venta, que no se venden tan rápidamente como algunos pretenden hacernos creer. Y ahora, si jugamos un poco a la ciencia ficción podemos suponer lo que pasaría si esto sigue así, digamos, dos años más.

Se sigue construyendo mucho, la oferta está saturada. Pero, al mismo tiempo, la subida de los intereses hace que el pago de una hipoteca sea cada vez más oneroso. Por consiguiente, los bancos se cuidan mucho de conceder estos préstamos a quienes no ofrecen garantías de poder hacerles frente. Como consecuencia, sumado a la saturación del mercado, la venta de viviendas comienza a ralentizarse, cada vez más. Mientras tanto, muchos promotores, que han continuado construyendo, han de hacer frente a sus pagos. Alguno, incluso, puede llegar a estar en una situación apurada. Frente a la disyuntiva de quebrar o bajar el precio de las viviendas, y perder algo pero continuar en pie, la elección es clara. En cuanto uno baje, otros, empujados por la competencia, lo harán también.

Durante todo este proceso, es posible que los grandes intereses económicos hayan dejado de invertir en un sector que ya no proporciona ganancias tan rápidas. Sin embargo, no habrá desplome aún, porque muchos pequeños y medianos inversores aprovecharán para comprar mucho de lo que ha bajado o, al menos, no ha subido. Después de todo, la vivienda todavía conservará parte de su prestigio como inversión segura. Esto reactivaría el sector sólo momentáneamente; antes o después la caída continuaría.

Esto no es ningún apocalipsis, la construcción y venta de viviendas continuaría, a una escala mucho menor. Los primeros interesados en ello son los intermediarios, las inmobiliarias: ellos cobran su porcentaje tanto de una transacción alta como de una más baja, lo que no quieren es que le mercado se paralice. Naturalmente, muchas constructoras e inmobiliarias de las que han proliferado en estos últimos años quedarán por el camino. Al descender grandemente el ritmo de construcción y venta, muchas empresas que dependen de ello cerrarán; habrá despidos, el paro crecerá y el crecimiento económico español se parará, o bajará mucho. Esto es lo que se denomina una crisis.

El que pierda su empleo o su poder adquisitivo, no podrá hacer frente al pago de sus deudas, es decir al recibo de la hipoteca. Como es técnicamente imposible que los bancos ejecuten miles o millones de viviendas impagadas –coste económico, opinión pública-, el Estado se vería obligado a intervenir de alguna forma que estaría por ver, puede que de alguna parecida al “corralito” argentino. Y puede que incluso se recortasen o suprimiesen las competencias urbanísticas de los municipios: algunos han actuado como sociedades mafiosas para intereses turbios, y muchos han recalificado terrenos, cuando menos, irresponsablemente. En cualquier caso, nada de esto es tan descabellado, y en algo así podría consistir el fin de la “burbuja inmobiliaria”.
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