domingo, 24 de junio de 2012

Toda belleza fue tu vida clara… / Luis Soler Díaz *

Atardecía, la animación en el centro de la ciudad era algo superior a otros días, pero no había nada de particular en el tránsito de la gente por la calle; quizás, en las tiendas y supermercados, algo más de trabajo que de costumbre. Al día siguiente era fiesta, era el único día festivo además del Viernes Santo que tenía un carácter sobrecogedor; todos los comercios, los cines, los espectáculos, los bares y cafeterías, estarían cerrados. Se veían en algunos balcones banderas nacionales con crespón negro y, algunos muchachos de la OJE, con una boina azul y un jersey gris, paseaban, algo despistados, por la Rambla y por la Explanada.

En la Calle Mayor, en la farmacia de mi padre ya habían puesto la bandera con un enorme lazo negro, como todos los años. En la fachada del Ayuntamiento, las banderas a media asta y los balcones adorna­dos con colgaduras negras. Cuando en la farmacia se ponía la bandera ya todos los comercios de la calle la ponían; claro que transcurridos unos años ya sólo mi padre lo hacía.

A hablar con mi padre acudían ese día, como todos los años, gentes de los pueblos vecinos, de Elche, de Ibi, de Alcoy. Todos tenían una cita esa noche, la iban a pasar en vela en la Casa Prisión de José-Antonio, lo que había sido la Prisión Provincial de Alicante y que entonces era un cole­gio: el Colegio Menor José-Antonio, porque el Mayor estaba en Madrid, en la Moncloa, un edificio sobrio que tenía en la fachada el cisne con el yugo y las flechas. El “pato”, como nosotros le llamábamos.

Yo no me perdía esa tarde las visitas a la farmacia, ni las tertulias que allí se organizaban espontáneamente. Acababa de marcharse Leoncio Escudero, un señor ya mayor al que mi padre me presentó; luego me contaba su historia. Fue el único que se salvó de la saca del 29 de noviembre del 36. Estando ya frente al pelotón de ejecución de los milicianos, en el cementerio, en un descuido de éstos, corrió, se encaramó a un nicho y saltó la tapia. Se perdió por el campo colindante al cementerio. Había salvado la vida. Mi padre también se salvó ese día. Estaba ya subido al autobús que debía conducirle a la muerte, era el último de la primera tanda. Era el autobús del Hércules Club de Fútbol. Los hermanos Soto Chapuli estaban en tandas diferentes de eje­cución, por fusilarlos juntos delante de su padre Federico Soto, como así hicieran, bajaron a mi padre para que esperase el turno siguiente. Un miliciano que conocía a mi abuelo lo escondió con los presos comunes.

Yo conocí esta historia porque siendo niño, como todos los niños, registra­ba los cajones de mi padre, dentro de una caja de laca china negra, y junto con otras recuerdos encontré un pequeño papel arrugado que recibió mi abuelo: “Estoy vivo, ¡Arriba España!”, había escrito en él.

No tardaría en llegar Barricarte, que ese día visitaba a mi padre todos los años. Barricarte era sargento del Regimiento Tarifa en el año 36. Uno de los pocos comprometidos en el Alzamiento que había podido escapar de toda sospecha. Sobornó a uno de los jefes de la CNT para sacar a José-Antonio de la cárcel, intento que se frustró como todos los demás que se hicieron. También llegaban familiares de Haroldo Parres, que fue fusilado en esa terrible saca: lo conta­ba David Jato en su Rebelión de los Estudiantes, verdadera enciclopedia del heroísmo. Este señor se las arre­gló para morir en lugar de su hijo que llevaba su mismo nombre.

José-Luis Santos me contó en más de una ocasión cómo desmontó, para camuflarla entre su ropa, una vieja máquina de fotografiar, para volverla a montar en el interior de la prisión en una de aquellas visitas que todavía permitían antes del mes de Julio. Con esa máquina hizo la última foto de José Antonio. Aparece junto a su hermano Miguel en el locutorio de la cárcel agarrado a los barrotes. Gustaba a José-Luis Santos repetir la bella poesía de Ángel María Pascual, “A ti fiel camarada que padeces”.

Mi padre, Agatángelo Soler, contaba todo esto en una especie de prólogo al libro "Ética y Estilo". Así decía: “Las descargas se oían desde nuestra cárcel muchas madrugadas.  Se mataba frente a nosotros, al lado del cuartel de Benalúa, en el edificio de los jesuítas. Estas descargas las oíamos con verdadera estruendo, por ser muy cercanas. A lo lejos adivinamos también las de los pelotones de ejecución que actuaban en el cementerio alicantino. Los fusilamientos frente al cuartel los presentíamos con exactitud por el olor que desprendían las paradas de freír churros que se instalaban en las inmediaciones, poco antes de cada ejecución, para que pudieran desayunar los curiosos y los milicianos.

Pero la descarga del 20 de noviem­bre, poco antes de las siete de la mañana, sonó mas lejana que las del cuartel pero mucho más cerca que las del cementerio. No cabía duda que había sonado en la prisión provincial, en donde el jefe de la Falange estaba condenado a muerte por el Tribunal Popular.

Al día siguiente mis hermanas pudieron comunicar conmigo. Me dijeron que a nuestro buen amigo, el médico forense Don José Aznar, le habían mostrado el cadáver de José-Antonio, cubierto con una sábana y no le habían dejado descubrir el inerte y rígido cuerpo. Sólo le permitieron tomar el pulso bajo la tela que lo cubría. Don José había observado que el cadáver tenía una mano cerra­da con unas medallas dentro del puño. Di la noticia en el interior de la prisión a mis camaradas. Todos pensamos, lógicamente, que José-Antonio no era el muerto y que otro cuerpo ocupaba su lugar. ¿Nació ese día la leyenda del Ausente?”.

Ya entrada la noche, ya 20 de Noviembre, acudía con mi padre a visitar el patio de la prisión donde José Antonio fue asesinado. “Ojalá fuera la mía la última sangre españo­la vertida en discordias civiles…” No dejaba de asombrarme entonces de aquella frase del testamento de José-Antonio, de su valiente resignación, de sus últimos momentos. Ni de lo que dijo el sacerdote que lo confesó, el cura Planelles: “Ayer he confesado a un hombre que va a morir por todos nosotros”. Nueve días tardó don José Planelles Marco, que así se llamaba el sacerdote, en seguir a José Antonio en su guardia eterna. Hoy está en proceso de beatificación.

El encuentro de mi padre con Llanitos Marco siempre era emo­cionante. Llanitos era el enlace con el mundo exterior a la prisión que utilizaba José Antonio para comuni­carse con los camaradas de Alicante. La última vez que la vi, ya muerto mi padre, me contó su última entrevista con José Antonio:

-”Vete al cuartel y diles que son unos cobardes”, le ordenó José Antonio.
-”¿A quién se lo digo?”, preguntó Llanitos.
-”Al primero que encuentres”.

Así lo hizo Llanitos. Antes de salir del locutorio José Antonio, brazo en alto, le dijo: “Adiós, Llanitos, hasta la Eternidad”. Hace unos años que ya se han vuelto a ver, Llanitos, mi padre y José-Antonio, detrás de esa puerta que tiene en sus jambas ángeles con espadas.

Hoy ya no existe la Prisión Provincial. En el lugar donde murió José-Antonio, justo en el mismo sitio, hay un pequeño parquecillo con unos bancos. Allí estuve sentado el año pasado. Solo, en aquella noche de aniversario. Y acudían a mi memo­ria todos los personajes, casi todos héroes, que mi padre me había pre­sentado, mientras a mi memoria acudían aquellos versos de “A tí fiel camarada que padeces el cerco del olvido atormentado”.

Relataba en un viejo reportaje del año 39 Miguel Primo de Rivera los últimos momentos de su hermano, y como en su despedida le pidió “José-Antonio ruega por nosotros”. Pues eso, José-Antonio ruega por noso­tros.

Recuerdo ahora y recordaba todas esas noches lo que nos contó Aramburu que era el gobernador civil que recibió a Franco en Alicante. Solos los dos en aquel patio le confesó Franco: “le juro Aramburu que hice todo lo posible por salvar a este hombre”.

Muchos fueron los personajes que visitaron el patio de la pri­sión. Recuerdo unas fotos de mi padre con el archiduque Otto de Habsburgo, estuvieron más de una hora solos hablando de José-Antonio. Tengo en mi memoria todavía el sonido del cornetín de órdenes que tocaba oración a las siete menos veinte de la madrugada, justo en el momento en que lo mataron. El silencio de aquel momento era más silencio que el de cualquier noche. La humilde elegancia de aquellos viejos falangistas se grabó indeleble en mis recuerdos.

Toda belleza fue tu vida clara
sublime entendimiento
ánimo fuerte
Y en pleno ardor triunfal
temprana muerte
porque la juventud no te faltara.
Pues eso, setenta y cinco años después, José-Antonio, ruega por nosotros.

(*) Jefe Provincial de la Falange en Alicante

1 comentario:

Unknown dijo...

¡Qué bien recuerdo yo esos escenarios! Hice el bachillerato ahí y recuerdo también a los hermanos Soler, la farmacia del padre, a los primos...