sábado, 18 de julio de 2009

Camps y la razón cínica / Patricio Hernández

Vivir es una partida de ajedrez que se juega a los dados", dice el poeta Alberto Porlan. De nada sirve pretender tenerlo todo calculado: llegada la ocasión de mover la pieza ésta acabará azarosamente en el escaque imprevisto, quizás el más indeseable.

En el momento dulce de los mayores triunfos electorales, con un poder institucional casi completo sobre toda la Comunidad Valenciana, convertido en soporte y valedor esencial de Rajoy y uno de los indiscutibles hombres fuertes del PP, al presidente de la Comunidad Valenciana le ha surgido un inesperado, grave contratiempo que puede fulminarlo políticamente.

En una situación paradójica Camps no sería, en su caso, vencido por sus adversarios políticos mediante la confrontación de propuestas y la lucha política en términos clásicos. No sería el repudiado urbanismo salvaje, el grave endeudamiento de su Gobierno, la política de privatizaciones de servicios públicos, el anglo-boicot a Educación para la Ciudadanía o la apoteosis de la cultura-espectáculo los que le dejarían KO, sino que su ruina vendría del insuperable descrédito de la mentira y la mezquindad, del ridículo espantoso por el descubrimiento de que lo que se oculta tras la elegante fachada del poder -trajes de Milano de las mejores telas, zapatos de anca de potro, frac- es un delito de cohecho, un cutre y vulgar delito que cometen los que se aprovechan del ejercicio del poder en beneficio propio.

El caso Camps, de acabar en una condena, sería una ilustración casi perfecta de las tesis de Sloterdijk sobre la razón cínica. En resumen, lo que sostiene el filósofo alemán es que la ideología dominante funciona de forma cínica. El sujeto cínico, que ha perdido toda ingenuidad, conoce muy bien la distancia que separa la máscara ideológica y la realidad social, pero insiste en la máscara.

Se vale de la simulación o el fingimiento moral como estrategia para el dominio o el enriquecimiento. Son farsantes descreídos que no se sitúan al margen sino que se sirven de lo social para medrar a cualquier precio. Detrás de la falsedad o la mentira hay un interés particular al que no se renuncia. La fórmula que propone para describirlos es que "ellos saben muy bien lo que hacen, pero aun así, lo hacen".

En el fondo, nadie se escandaliza: todos sabemos, pero jugamos a que no sabemos. Fingimos creer en la probidad de las instituciones para salvarlas de la peligrosa generalización del corrosivo escepticismo ciudadano, un poco a la manera en que dice Zizek que hacemos con los regalos de Navidad: nosotros no creemos en esto pero hacemos como que creemos por nuestros chicos y, por supuesto, si les preguntan a ellos van a decir que no creen pero que lo hacen por los padres.

Así el sistema de creencias funciona perfectamente, pues aunque nadie crea todos simulan creer.
Viene bien el ejemplo por que Sloterdijk sostiene que "la verdad oculta de la política no es la lucha de clases, sino la lucha de los adultos contra el infantilismo".

Y en casos como este se evidencia que las instituciones políticas nos tratan en verdad como a niños.

Las características de la lengua alemana le permiten a Sloterdijk distinguir este cinismo de otro que denomina kinismo. Se trata de un cinismo social difuso propio de las sociedades exhaustas que han perdido sus ideales y que representa el rechazo popular de la cultura oficial mediante la ironía y el sarcasmo; una especie de subversión, más pragmática que argumentativa, que enfrenta las patéticas frases de la ideología oficial dominante, su tono solemne e impostado, con la trivialidad cotidiana y las expone al ridículo, denunciando, tras la sublime noblesse de las grandes frases ideológicas, los intereses egoístas, la ventajas tramposas y las brutales pretensiones del poder.

"En una cultura en la que el endurecimiento hace de la mentira una forma de vida, el proceso de la verdad depende de si se encuentran gentes que sean bastante agresivas y frescas (desvergonzadas) para decir la verdad".

Descreído él mismo de los modelos de confrontación política tradicionales, y de la capacidad de las 'masas postmodernas' -una suma de microanarquismos y soledades carentes de potencial alguno- nuestro pensador concluirá que "solamente la ironía podrá salvarnos".

¿Qué puede haber más irónico que el presidente de una de la más importantes comunidades de España, que cuenta con uno de los más importantes respaldos electorales, vea su puesto peligrar por las acusaciones de que recibía ropa de regalo de una empresa con la que la Generalitat sostenía sospechosas relaciones contractuales?

¿Podemos aceptar que se envuelva ceremoniosamente en la dignidad institucional y el honor personal para no dar públicas y detalladas explicaciones y negarse incluso a responder a las preguntas de la prensa, como corresponde a un mandatario democrático? ¿realmente piensan que los ciudadanos no sabemos como funcionan a veces las instituciones, aquí y en todas partes, con las diferencias y salvedades precisas? ¿no hemos visto hace poco, por ejemplo, en la picota de la vergüenza a la tercera parte de los dignísimos parlamentarios británicos por impresentables y reconocidos abusos en la obtención de beneficios personales a cuenta de la institución?

Aun esperando el pronunciamiento de la Justicia, la única dignidad que podemos esperar los ciudadanos de los representantes que hemos elegido es la del reconocimiento de la verdad y la asunción de responsabilidades, sin más ejercicios de cinismo.

A propósito del conocido cuento de Andersen, El traje nuevo del emperador, el psicoanalista Lacan refería una broma que gastaba el escritor humorista Alphonse Allais, que llamaba la atención de los paseantes alertándolos con un grito mientras señalaba a una mujer: "Mírala, qué vergüenza, debajo de sus vestidos está totalmente desnuda". Una desveladora ironía.

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