Quince
años antes de que se inventaran las redes sociales, Eduardo Zaplana
Hernández-Soro protagonizó de forma involuntaria una de las más
veteranas «fakes news» de la política española. La frase «estoy en política para forrarme»,
que le ha perseguido durante toda su carrera, no es suya, aunque en las
cintas del «caso Naseiro» –una primigenia trama de financiación
irregular del PP– donde presuntamente figuraba dicha grabación apócrifa,
sí se le escuchaba desasosegado por comprarse un coche de alta
cilindrada.
A Zaplana siempre le ha perseguido una fama de gusto por el
lujo, por el tren de vida alto, por los trajes caros y los relojes de
marca. Y, si las investigaciones de la UCO que esta semana le han
conducido a prisión son acertadas, no sólo se lucró con la política sino
que constituyó alrededor de ella un grupo de intereses que la juez del
caso considera una auténtica trama.
Esa reputación de arribista es
la causa de la nula sorpresa que su arresto provocó en su propio
partido. Durante años, el expresidente de Valencia y exministro de Aznar
ha estado en todas las quinielas de nombres relacionados con la corrupción del PP,
si bien hasta ahora había salido ileso de pesquisas y sospechas. A su
sucesor en la presidencia valenciana, Francisco Camps, enfrentado con él
incluso antes de acceder al cargo, le irritaba sobremanera haber sido
procesado –y absuelto–por un presunto regalo de trajes mientras su rival
quedaba al margen de cualquier escándalo.
Durante años circularon
dossiers sobre Zaplana en redacciones y círculos políticos; ninguno de
ellos, sin embargo, contenía material susceptible de situarlo ante la
justicia, ni siquiera de ponerlo en apuros. Durante veinte años de
fuerte exposición pública, y mientras muchos de sus colaboradores más
inmediatos acababan procesados y condenados, Zaplana caminó indemne
sobre las brasas de una nombradía dudosa sin que su honorabilidad
quedase salpicada por hechos probados.
Ni silencioso, ni discreto
Y
no fue el suyo un paso silencioso ni discreto por la política, en la
que comenzó alzándose con la Alcaldía de Benidorm en una ruidosa moción
de censura con tránsfuga incluida. Al frente de la autonomía valenciana,
a la que dio un indiscutible impulso estructural que la situó al frente
de las regiones de crecimiento más dinámico, tomó decisiones de riesgo
como la creación de la Ciudad de las Artes y las Ciencias y el parque
temático Terra Mítica. Como portavoz del último Gabinete de Aznar hizo
frente –vestido con una célebre corbata negra–a las horas dramáticas del 11-M.
Y como líder parlamentario del PP en la oposición, ya bajo el mando de
Mariano Rajoy, dirigió la política de acoso a Zapatero que llevó al
marianismo al doloroso fracaso electoral de 2008.
Nunca
pasó inadvertido ni quiso hacerlo; se movía con un estilo bizarro,
expansivo, que combinaba la agresividad contra los adversarios con unas
excepcionales dotes de trato personal sobre las que cimentó curiosas
relaciones transversales. Amigo de periodistas, empresarios de fuste,
artistas como Julio Iglesias, líderes de opinión, y dirigentes rivales
–en especial el socialista José Bono– se especializó en tejer complicidades políticas y mediáticas.
Fue capaz de pactar con los sindicatos como titular de la cartera de
Trabajo, estableciendo fluidos lazos con el entonces responsable de CC
OO José María Fidalgo, y hasta de acordar con Jordi Pujol uno de los
asuntos más espinosos de su mandato autonómico: las normativización
académica del valenciano, que reconocía mediante una alambicada
perífrasis su unidad con el sistema lingüístico catalán. También fichó
para su equipo al socialista Rafael Blasco, que acabaría en la cárcel
tras haberle servido –a él y a Camps– en la construcción de la larga
hegemonía del PP en la comunidad levantina.
Interlocución con Aznar
Ese
eficaz entramado de relaciones, entre las que figuró durante bastante
tiempo una interlocución de privilegio con Aznar, le permitió imponer de
facto a Rajoy la línea estratégica de oposición al zapaterismo,
caracterizada por la dureza, las movilizaciones sociales –contra el
matrimonio homosexual, la negociación con ETA, etc– y el seguimiento de
la teoría de la conspiración en torno al 11-M. Durante su primera etapa
al frente del PP, el actual presidente del Gobierno no se sintió con
fuerza para embridar la influencia de su portavoz, al que tardó cuatro
años en descabalgar, aliado con Camps, para poder desarrollar su propia
estrategia.
Y aun así, Zaplana enredó todo lo que pudo a través de sus
terminales en Valencia y Madrid, convirtiendo la presidencia de su
sucesor regional en un calvario. Al final, menguadas sus escasas
posibilidades de intriga tras la consolidación del liderazgo marianista,
abandonó la política para ocupar un puesto de alto nivel en Telefónica,
de la mano de César Alierta –otro de sus aliados más poderosos–, y
dedicarse a la consultoría de empresas. Una actividad privada que, según
la UCO, utilizó para dar salida a los capitales que acumuló durante su
paso por la escena pública.
Un paso en el que jamás evitó que se
trasluciese su gusto por los signos externos. La ropa impecable, bien
cortada; los viajes en aviones privados; los paseos veraniegos en yate,
los viajes costeados; los pisos en zonas señoriales de la capital, el
vistoso chalé que construyó siendo alcalde de Benidorm. Su eterno
bronceado y su tipo fibroso eran parte de un aliño personal impoluto al
que otorgaba impronta de estilo con una simpatía personal seductora.
Era
el clásico encantador de serpientes, imbatible en las distancias
cortas. Y se movía por la vida con el aire triunfador de lo que Tom
Wolfe llamó un «amo del universo»: carismático, audaz,
diligente, resuelto. También en el ámbito político, donde combinaba un
caudillismo personalista con una enorme habilidad para el tráfico de
favores y un toque visionario en la puesta en marcha de proyectos.
Lo que la operación Erial ha
revelado es que esa personalidad arrolladora y decidida también la
utilizó –presuntamente– para crearse un patrimonio oculto a través de
comisiones y mordidas durante su etapa presidencial. Su entorno sostiene
que su afición al lujo, a la vida de alto standing, formaba parte de la
construcción de una coraza que le blindaba ante el sinsabor de ciertos
episodios personales, entre ellos la larga enfermedad de uno de sus
hijos, que acabó falleciendo, y algunos avatares sentimentales.
Correoso
siempre, combativo y duro de pelar, se enfrentó recientemente al
cáncer, a una leucemia cuyo riguroso tratamiento no le ha servido para
evitar la cárcel. La mayoría de sus antiguos colaboradores –al menos
aquellos con los que no acabó rompiendo– conservan de él un recuerdo
irreprochable. Lo evocan como un líder indiscutible, con enorme
capacidad de trabajo, desenvuelto, sociable. Ideológicamente ecléctico,
pragmático, esponjoso, con un don especial para ganarse el favor de la
calle.
Escurridizo, hábil...
Su habilidad
para salir vivo de emboscadas políticas e indagaciones judiciales le
creó una cierta aureola. Zaplana el escurridizo, Zaplana el
incombustible, Zaplana el superviviente, Zaplana el hábil. Esta semana,
ese halo de intocable acabó en una ruidosa detención celebrada por los
enemigos que no habían logrado derribarlo. Su caída es la de uno de los
últimos iconos del aznarismo, un paradigma de aquella época de
prosperidad creciente, éxitos rápidos y fortunas fáciles. Y deja el
doloroso barrunto, reforzado por indicios tan abrumadores como
inquietantes, de que en efecto estaba en política –también–para
forrarse.
(*) Periodista y ex director de Abc
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