MADRID.- Durante los años de la crisis, fue común enarbolar el razonamiento de los universitarios en paro —ya saben: “Hay gente con dos carreras y un máster que está en la calle”—
como muestra de que ni siquiera una titulación superior garantizaba un
empleo. La respuesta de las universidades siempre fue la de recordar que
un grado o titulación terciaria protegía contra el desempleo. Los datos
lo avalaban, aunque con sus particularidades locales, según El Confidencial.
Sigue siendo una defensa habitual aun hoy, cuando en la última edición
de 'La universidad española en cifras 2017/2018', mascarón de proa de
la CRUE (Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas), se
incide en que “la universidad no solo no es una fábrica de parados,
sino que durante toda la crisis y la reciente recuperación, ha sido el
principal vector de creación de empleo y de reducción del paro, lo que
no excluye que tal empleabilidad tenga desajustes que deban ser atendidos”.
Es en la forma de responder a estos desajustes donde se abre un
debate que, hasta la fecha, apenas se había planteado en España. El
informe propone “limitar la oferta de titulaciones, y de plazas en las mismas,
en aquellas enseñanzas que registren una baja inserción laboral o baja
calidad de la inserción, aunque parece difícil que las universidades
tomen la decisión en lugar de los estudiantes”. El texto cita
específicamente las Artes y Humanidades, “que sufren —como se ha
señalado— una baja tasa de inserción laboral y calidad en el empleo”.
La
posibilidad de que la administración intervenga a la hora de favorecer
económicamente a titulaciones más “empleables” lleva años sobrevolando
los trabajos sobre universidad y empleo, no solo en España, sino también
en el ámbito internacional, donde una hipotética eliminación de
carreras de letras se ha planteado en alguna ocasión, como en el globo
sonda lanzado por Japón (el último, Bolsonaro, que utilizó el argumento del "retorno inmediato" para defender su ataque a la Filosofía).
Un estudio
de la Fundación BBVA sobre las posibilidades de inserción de los
estudiantes españoles, que mostraba cómo una titulación u otra podía
llegar a triplicarla, concluía sugiriendo que “la diversidad de
resultados aconseja que las universidades y las administraciones la
tengan en cuenta al planificar la oferta de estudios para orientarla hacia los campos más demandados”.
La diferencia, en este caso, es que se apela directamente a la actuación de las administraciones públicas,
que deben complementar los esfuerzos de las universidades “mediante
incentivos económicos a una inserción laboral de calidad o desincentivos
a una oferta con escasa empleabilidad de los egresados”. El objetivo es
que el porcentaje de 82,7% de demanda en preferencia respecto al total
de las Artes y Humanidades, “una relación de las más elevadas”,
descienda.
Una intervención de arriba abajo que complementa a
otras como la orientación e información a los alumnos sobre
oportunidades laborales. Antonio Cabrales, profesor del
Departamento de Economía del University College de Londres y uno de los
autores de previas ediciones del informe, considera que “convendría que
hubiera alguna manera de modular el número de estudiantes en distintas
titulaciones, pero me sorprende que las universidades, que podrían
hacerlo ya de por sí, les pasen la pelota a las administraciones”. En su
opinión, se trata de “un nivel de microgestión poco razonable”.
El economista prefiere centrarse en los incentivos de los que habla el
informe. “¿Por qué las universidades no lo hacen ya?”, se pregunta.
“Porque en casi todas las comunidades su financiación depende del número de estudiantes,
por lo que un rector no estaría haciendo su trabajo para con la
universidad si limitase el acceso a estudiantes, porque eso le
permitiría por ejemplo pagar a más profesores.” ¿La solución? Una de las
propuestas de Cabrales es no pagar por estudiante, sino por egresado con un empleo “aceptable”.
Es lo que ya está ocurriendo, hasta cierto punto, en algunas de las
titulaciones estrella de la universidad española, cuyas plazas no se han
ampliado a pesar de la gran demanda que tienen, con el objetivo de garantizar su prestigio. Como, por ejemplo, el doble grado de Matemáticas-Física de la Universidad Complutense, la carrera con la nota de corte más alta. O el grado de Filosofía, Política y Economía de la Carlos III, Pompeu Fabra y Autónoma de Madrid y Barcelona.
La oveja negra
La propuesta parte del axioma de que las carreras de Artes y Humanidades proporcionan siempre peores empleos que las de ciencias. “El concepto de empleabilidad es francamente muy engañoso”, añade Jesús Zamora Bonilla,
decano de la Facultad de Filosofía de la UNED. No solo porque a menudo
se mide en plazos muy cortos, sino también porque “hace caer sobre las
universidades y los estudiantes la responsabilidad de 'ajustarse al mercado de trabajo',
en vez de exigir que el sistema productivo y la administración creen
abundantes puestos de trabajo en actividades intelectualmente
interesantes”.
“Me parece un error garrafal, pega un derechazo al hígado de la universidad”, considera Francisco Esteban Bara, vicerrector de Comunicación de la Universitat de Barcelona y autor
de 'La universidad light: un análisis de nuestra formación
universitaria'.
“La universidad no debe solo adaptarse a la realidad,
sino que debe cambiarla. Si entra en una deriva utilitarista, pues sí,
las humanidades y la filosofía no sirven para nada. Pero la universidad
no puede reducirse al concepto de utilidad porque no puede ser
utilitarista”.
En opinión de Bara, uno de los grandes errores de
este marco mental es considerar que lo único que hace una Facultad de
Filosofía, por poner un ejemplo, es formar filósofos. “El
cirujano debe filosofar, debe preguntarse acerca de su trabajo todos los
días”. El profesor de Teoría e Historia de la Educación recuerda en ese
sentido la propuesta de Ortega y Gasset de una Facultad de Cultura, donde pasasen todos los profesionales de todos los ámbitos.
Para Zamora, la lógica de incentivar carreras empleables y desincentivar las no empleables es un tanto perversa.
“Si nos tomamos en serio lo de que aún no existen los conocimientos
para los puestos de trabajo más demandados dentro de 20 años, quizá lo
mejor sea dejar que la gente comience estudiando lo que les pide su
vocación, y vayan formándose después en asuntos más 'prácticos', lo que
ahora se llama 'educación a lo largo de la vida'”.
Incide Bara: “Cuando no necesitemos biólogos, ¿cerramos la Facultad de Biología?”
Como recuerda el decano, una de las decisiones más dañinas
para las universidades durante el proceso de Bolonia fue no haber
integrado la presencia de los estudios humanísticos en otras carreras.
“Independientemente de la rama de conocimiento en la que uno sea
especialista, es fundamental que tenga una perspectiva histórica,
filosófica y cultural de su disciplina y de cómo se enmarca en la
historia y la sociedad en general”, explica Zamora. Una propuesta: que
un 20% de los créditos cursados sean de asignaturas humanísticas. “Hemos
tendido a la ultraespecialización y a la desconexión entre áreas de conocimiento”, lamenta.
¿Qué pensará Castells de todo esto?
En dicha coyuntura, las miradas se centran en el nuevo ministro Manuel Castells,
que durante los próximos meses se reunirá con representantes de todas
las universidades. No solo con los rectores, sino también con alumnos y
profesores. Que sea de formación sociólogo y que haya pasado los últimos
40 años en Berkeley, junto con Harvard la universidad americana que mejor reputación tiene en humanidades, da un hálito de esperanza.
“La formación más transversal y humanística se ha mantenido en la universidad anglosajona”, recuerda Bara, que cita un artículo
de 'Harvard Business Review', uno de los medios por excelencia del
entorno académico empresarial, sobre la importancia de los grados en
artes liberales.
“Plantear una falsa dicotomía entre una
educación en artes liberales o prepararse para el trabajo y la vida ha
contribuido a la separación de la educación superior del sueño
americano, y ha olvidado que las universidades siguen siendo poderosas
instituciones de transformación del individuo y la sociedad”, explicaba
el reportaje.
Uno de los tópicos repetidos durante los últimos años, de hecho, es que las grandes tecnológicas han comenzado a dirigir
su mirada hacia las carreras de letras a la hora de encontrar tanto
gestores y jefes de personal como para desarrollar sus departamentos de
ética.
“Supongo que hay una parte no despreciable de 'wishful-thinking' en el eslogan de que 'las empresas tecnológicas demandan cada vez más humanistas', y seguramente el mensaje es más cierto en economías con empresas más dinámicas e innovadoras”, matiza Zamora.
En el fondo de la cuestión late un cambio de modelo en el rol de la
universidad en la sociedad, de un centro de conocimiento e investigación
a uno de inserción laboral. Como concluye Bara, una universidad “no es el Corte Inglés”: “La universidad no es un lugar para encontrar trabajo, sino para formarte para un trabajo”.
¿Y la investigación?
No
es tanto que las Facultades se nieguen a ver vinculada su financiación
con los resultados como que la definición de estos es peliaguda.
Zamora, por ejemplo, recuerda que la UNED ya lo planteó hace 10 años,
cuando él mismo era vicerrector de planificación. “Pero debe quedar
claro que los 'resultados' no deben limitarse a algo equiparable a
'beneficios económicos'”, añade.
“La universidad pública no es una empresa, sino un servicio público,
y debe financiarse principalmente en función de lo bien que atiende las
necesidades sociales de las que se ocupa, entre las que la
'productividad económica' es solo una, y no la más importante”.
Algo semejante ocurre en el ámbito de la investigación, como explicaba Asunción López-Varela, profesora de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, en un detallado artículo
sobre la devaluación de las humanidades y las ciencias sociales en el
panorama investigador europeo, que pone de relieve las consecuencias
negativas de establecer modelos bibliométricos que miden el impacto
académico pero no el impacto social.
“La Comisión debe encontrar formas
de integrar estas disciplinas mejor, su valor se evidencia en aspectos de cohesión social y culturales”, explica.
“La conclusión del último informe Lamy
de 2017 es que las ciencias sociales y las humanidades contribuyen
muchísimo a generar impacto y transferencia, pero no se nos reconoce”,
añade. “O es que nos vendemos mal y no sabemos decir a la sociedad que
somos útiles o es que nos ven mal”.
Pero la dificultad para encontrar
herramientas de medición que no pasen por criterios cuantitativos como
la mera empleabilidad a corto plazo es una muestra de que, más allá de la discusión sobre el utilitarismo de las letras, la mirada economicista suele imponerse.
“Hay que encontrar vías de valoración específicas que
evidencien el valor añadido y el impacto social, no solo si la persona
va a ser empleada, sino si se van a crear oportunidades de generar ideas
o de generación de empleo, algo que tiene que ir de mano de medidas
específicas y estructuras de apoyo, por ejemplo, oficinas vinculadas a
las universidades como Compluemprende”, añade la profesora.
“Si van a seguir midiéndonos por métricas numéricas vinculadas, por ejemplo, a la consecución de empleos...” Y deja la frase en el aire,
como si no se atreviese a citar lo que puede ocurrir en caso de que la
limitación de plazas en Artes y Humanidades pase de ser una mera
hipótesis a una realidad.
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