En 1933, el año en que los nazis tomaron el poder, el escritor francés Julien Benda escribió su Discurso a la nación europea instando
a que Europa se uniera en torno a sus valores universales compartidos
para enfrentar de esta manera los monstruos del nacionalismo en ascenso.
Mientras el alma y los pueblos de Europa iban camino de ser masacrados,
muchos se atrevieron a soñar lo imposible.
Benda no fue el único. El Manifiesto de Ventotene,
uno de los textos fundadores del federalismo europeo, fue redactado en
1941. Y Churchill, recortado sobre el telón de fondo de un continente
arruinado, hablaba en 1946 de unos "Estados Unidos de Europa". Hubiera
sido inconcebible que Europa renaciera si la llama de la unidad no se
hubiera mantenido viva durante sus tiempos más oscuros.
El desafío planteado por el Covid-19 se ha comparado con
una guerra. Sin embargo, estamos por fortuna muy lejos del cruento
escenario de aquellos años. La crisis actual nos está distanciando a los
europeos y europeas en vez de aproximarnos; crecen las animosidades y
las divisiones, ya sea entre el este y el oeste en lo que se refiere al
respeto por la democracia y el estado de derecho, o entre el norte y el sur en cuanto a la solidaridad económica.
Creíamos
que las crisis impulsaban a Europa. De acuerdo con esta idea, las
emergencias históricas facilitaban en cada nueva ocasión el surgimiento
de una política que imaginaba cómo superar las resistencias nacionales
con el fin de conducir progresivamente el continente hacia "la unión
cada vez más unida" soñada por sus fundadores. Pero, al contrario, hace
más de una década que Europa se enmaraña en crisis financieras,
políticas y humanitarias que la arrastran preocupantemente a su
desintegración.
El colapso de la Unión Europea se ha
venido anunciando durante los últimos años. Pero no hace falta que
Europa colapse para morir. Europa muere cada vez que se encoge de
hombros frente a la política de 'los Estados-nación primero'. Su
desintegración no es un acontecimiento repentino, sino un proceso
caracterizado por el menoscabo de sus vínculos, la merma de su confianza
y la renacionalización de la política. El fin de Europa podría
sobrevenir, no con un estallido, sino con un gemido.
Conciudadanos
y conciudadanas de Europa: nuestras élites nacionales nos han fallado y
debemos rescatar de sus manos el ideal de una Europa unida. El 9 de
mayo, Día de Europa, la Unión Europea planeaba lanzar la Conferencia sobre el futuro de Europa para
abrir, después del Brexit, un nuevo capítulo en la historia de la
integración europea. Pero estos planes se han pospuesto, y quizá sea lo
mejor, porque esa conferencia iba consistir en otro triste espectáculo
de palabrería impuesta desde arriba sin visión ni ambición.
Os
llamamos a ustedes, a ustedes y a todos nosotros, a tomar la iniciativa
para reavivar la llama en estos tiempos de crisis. En vez del enésimo
acto oficial insignificante, convocamos a la creación de un Congreso de la ciudadanía europea sobre el futuro de Europa que
sirva de base para una nueva Asamblea Constituyente. Dicho congreso se
dotaría de una estructura híbrida entre movimiento social, actor
político y plataforma deliberativa, facilitando así un punto de
encuentro para todos aquellos que deseen luchar y trabajar contra la
desintegración.
Congresos similares celebrados durante
el siglo pasado fueron el medio por el que millones de personas se
dotaron de derechos en lugares como India y Sudáfrica. Ciudadanas y
ciudadanos europeos privados de derechos, atrevámonos a exigir lo
imposible organizándolo: una república europea en cuyo territorio todas
las personas sean iguales independientemente de su lugar de nacimiento.
Una República en la que no quepa la posibilidad de que, mientras unas
personas disfrutan de ayudas generosas o de una sanidad excepcional,
otras son abandonadas a su miseria en las puertas de hospitales
desbordados.
¿Puede existir una república europea
conformada por ciudadanos y ciudadanas iguales en un continente tan
diverso? Porque, en definitiva, ¿qué otra cosa es una nación? No es una
etnia ni una lengua. No es una sola cultura ni una sola identidad. Es
una ley que establece la igualdad sobre la base de unos derechos
comunes. Es, como escribió hace cien años el sociólogo francés Marcel Mauss,
un grupo que comparte la conciencia colectiva de ser económica y
socialmente interdependiente y decide transformar esa interdependencia
en un control colectivo del Estado y del sistema económico.
¿Acaso
Europa no se encuentra hoy en esas mismas circunstancias? ¿Estamos o no
en disposición de instituir una solidaridad que permita que un búlgaro y
una finlandesa, una alemana y un italiano disfruten de las mismas
protecciones sociales, se beneficien de la misma ayuda económica y
paguen los mismos impuestos? ¿Tendremos o no la determinación de crear,
por primera vez en la historia, una nueva democracia a la altura de los
desafíos mundiales que llaman a nuestras puertas? ¿Tomaremos o no la
decisión de hacerlo incluso en contra de nuestros Gobiernos nacionales?
Necesitamos
un número de seguridad social europeo, un bienestar común europeo que
garantice la dignidad y la seguridad humanas independientemente de la
nacionalidad. El desempleo no debería suponer una amenaza mayor para
quienes residen en el Estado español que para quienes lo hacen en los
Países Bajos. No tendrían por qué ser las carencias hospitalarias una
preocupación mayor en Grecia que en Alemania.
La divisa revolucionaria
francesa, el principal patrimonio cultural y político de los pueblos de
Europa, está compuesta por "la libertad, la igualdad y la fraternidad",
no por lo que hoy se impone como seguridad.
Necesitamos
un programa ambicioso de transformación ecológica y económica. No
podemos dejar que se ahoguen en la deuda a algunos países de una Unión
Europea secuestrada por usureros mientras el medioambiente colapsa.
Al
igual que el New Deal rooseveltiano permitió la creación de
instituciones federales modernas en Estados Unidos, un New Green Deal
europeo que contase con importantes recursos federales abordaría de
inmediato la crisis provocada por el coronavirus, sustituiría nuestro
modelo de producción tóxico y crearía las instituciones necesarias para
una verdadera unión económica.
Las naciones modernas
europeas se construyeron centralizando el poder de los impuestos del
régimen feudal. Su reversión ya está en marcha: hoy en día, los Estados
europeos se enfrentan entre sí para favorecer a las grandes
multinacionales que evaden impuestos. Necesitamos un sistema fiscal
común tanto para las empresas como para la ciudadanía europea.
Medidas
como un impuesto común europeo sobre los grandes patrimonios, una
redistribución de los beneficios derivados de la automatización y un
impuesto común sobre los beneficios de las multinacionales servirían
para construir una nueva fiscalidad europea que captase recursos que hoy
están fuera del alcance de la ciudadanía.
No nos
dejemos convencer de que todo esto es inconcebible. Porque el nuestro es
un continente que ha demostrado, una y otra vez, que el poder de la
ciudadanía puede hacer posible lo imposible. El 20 de junio de 1789, los
representantes del Tercer Estado en Francia se llamaron a sí mismos
Asamblea Nacional y juraron no disgregarse hasta establecer una nueva
Constitución. El resultado fue la Revolución y el nacimiento de la
república francesa.
Europa necesita ahora su propio Juramento del juego
de la Pelota, su propia Revolución y el nacimiento de su propia
república.
Como le gustaba decir a Julien Benda, los emperadores no pueden crear Europa. Sólo la ciudadanía puede hacerlo.
(*) Filósofo y fundador de European Alternatives. Autor del libro 'Citizens of nowhere'.
(*) Fundadora y directora del Laboratorio Europeo de Democracia.
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