martes, 31 de marzo de 2020

Y cuando despertemos, ¿Casado seguirá ahí? / Esther Palomera *

En un país en el que la mayoría de nosotros pasa el día contando muertos y leyendo cifras de parados resulta difícil que alguien pueda encontrar un sentido a todo esto. De repente, un minúsculo bicho lo ha arrasado todo.

Los planes, los sueños, las promesas, las previsiones económicas, los relatos... y hasta los tableros de ajedrez sobre los que se proyectaban las grandes estrategias políticas. Esto ya no va de salvar a ningún rey, sino de parar la muerte y evitar que la pandemia nos deje un país irreconocible en todos los sentidos.

Que la vida nunca será igual, ya lo sabemos. Cambiarán nuestras prioridades, nuestros sueños y nuestros desvelos. ¿Quién no ha pensado a estas alturas qué será lo primero que haga cuando se levante el confinamiento? El primer abrazo, la primera visita, el primer paseo, el primer viaje, la primera caricia… Ya no hay grandes propósitos. Lo pequeño, de repente, será grande e irrepetible. 

Porque todos, los 47 millones de españoles confinados, somos hoy seres heridos por el drama colectivo y a la vez también marcados por nuestros demonios más íntimos. Por las mentiras, por los secretos, por las promesas incumplidas y por los autoengaños. Y a los que solo nos podrán salvar esos lazos invisibles que nos conectan con los demás y nos reconcilian con el mundo más allá de nuestro entorno más cercano.

En toda crisis aparece lo mejor y lo peor de cada uno. Lo mejor, sin duda, es la entrega de los profesionales sanitarios, pero también el ejemplo de una sociedad que, acostumbrada a vivir en la calle, en las terrazas y en los bares, ha aceptado con una resignación ejemplar las medidas impuestas por el estado de alarma. 

Que no se escatime tampoco un solo elogio a quienes desde la empresa privada, con donaciones o aviones de mercancías, colaboran en la repatriación de miles de españoles que andan por el mundo o en el traslado de material sanitario para los hospitales. Haberlos haylos y es de justicia también reconocerlo.

El peor espectáculo quizá es el bochorno que producen algunos representantes públicos. Por lo que dicen o por lo que callan. Por lo que hacen o por lo que no hacen. Por lo que cuentan o por lo que esconden. Habrá quien, desde el púlpito del sofá de su casa, culpe de todo al Gobierno y asienta cuando escuche a la iracunda oposición atizar a Pedro Sánchez desde la mañana a la noche. Está en su derecho de hacerlo. Cada uno es libre en su opiniones y, cada cuatro años, puede ajustar cuentas con quien quiera. 

Otra cosa es que se imputen intereses espurios, se atribuya cualquier decisión a una "agenda comunista" oculta o se censure en el contrario lo que se calla de los propios. Y este es el caso del PP de Pablo Casado, de García Egea y de Álvarez de Toledo. De un PP, en definitiva, echado al monte que, en los peores momentos de la crisis, amenaza con no apoyar los últimos decretos del Gobierno sobre el cierre de la actividad no esencial y le acusa de mentir y ocultar información a los españoles.

Pedro Sánchez ha cometido errores como todos los jefes de gobierno, seguro. Debió, sin duda, hablar con la oposición y con las Comunidades Autónomas antes de anunciar una medida que unas horas antes rechazaba de plano. Se parapetó en el criterio de los técnicos para no tomar decisiones que algunos gobiernos regionales llevaban días demandando con urgencia para encapsular los focos de contagio; provocó una salida masiva de ciudadanos al anunciar con 24 horas de antelación el confinamiento; le colaron una partida de test rápidos ineficaces porque el mercado se ha convertido en una jungla intransitable para todos los gobiernos… 

Pero de ahí a acusarle de abandonar a su suerte a los profesionales sanitarios como hizo el presidente del PP el viernes pasado o reprocharle una decisión como la paralización de la economía, que él mismo demandaba hace tan solo una semana, es sencillamente inaceptable desde el punto de vista de la decencia política.

Ni era tan sencillo comprar material sanitario como han podido comprobar ellos mismos, los gobiernos populares de Madrid y Castilla y León, ni paralizar las actividad económica no esencial va contra la línea de lo que hizo la vecina Italia. Pero Casado denuncia impertérrito: "Esto es imperdonable porque cada hora de retraso son enfermos sin respiradores y médicos expuestos al contagio". 

Y añade que el presidente del Gobierno ha dejado abandonados "a su suerte" a los sanitarios, trabajando sin mascarillas ni equipos de protección. "No podemos estar cada noche pendientes del móvil para saber su parte de bajas", señaló. Que se lo digan a los responsables de los servicios sanitarios madrileños, que aún esperan la llegada de los dos aviones que Ayuso envío a China en busca de un material que sigue sin llegar. Hasta Feijóo exculpó a Sánchez el domingo ante todos los presidentes autonómicos por la escasez de suministros hospitalarios.

Ni Sánchez ha hecho todo bien ni Ayuso, todo mal. Todos y cada uno de los presidentes ha actuado, seguro, pensando en lo mejor para los ciudadanos. No habrá uno solo, del PSOE, del PP, del PNV o de JxCATque no se haya dejado la piel y media vida de sueño en intentar salvar vidas. Y quien diga lo contrario o pretenda que alguna de sus actuaciones sean juzgadas cuando pase el tiempo por un tribunal es que ha perdido la cabeza o no merece el puesto de representación que ostenta. 

Casado -de Vox, mejor no hablar- debería hacérselo mirar. Ni los suyos le siguen en su huida hacia delante. Y lo peor es que cuando nos despertemos, igual que el dinosaurio en el cuento de Monterroso, Casado seguirá ahí. O no. 

Se verá. Esta crisis puede que se lleve por delante al Gobierno, pero igual también acaba para siempre con esta irresponsable forma de hacer oposición; porque Casado está hoy también marcado, como todos los españoles, por sus demonios más íntimos, que en su caso tienen que ver con que Vox no le sustituya como partido hegemónico de la derecha.


(*) Periodista


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