domingo, 1 de agosto de 2010

José Vidal-Beneyto, 'Pepín' / Edgar Morin *


Mi primer encuentro con José Vidal Beneyto, que rápidamente se convirtió en mi amigo Pepín, se remonta a los años oscuros del franquismo. El grupo de sus compañeros de resistencia, entre los cuales estaban Dionisio Ridruejo, Aranguren y los jóvenes como él, Rodrigo Uría y Carlos Bru, había invitado a una reunión consagrada oficialmente a Europa a tres amigos franceses, entre los cuales, si no recuerdo mal, estaba Jean Bloch-Michel, y yo mismo, con la misión, a riesgo de ser expulsados, de hablar de libertad.

La reunión fue autorizada a condición de que fuera estrictamente privada. Luego proseguimos el encuentro en un bar, donde conversé largamente con aquel joven y así entablé con él una amistad que iba a ser cada vez más profunda y durar toda nuestra vida.

Después nos volvimos a encontrar muy a menudo, en Francia y en España, donde me invitaba a participar en su universidad crítica. Asociado en el antifranquismo a Santiago Carrillo, aprovechaba mi presencia para que le ayudase a superar su tentación comunista. Sin embargo, entonces podía juzgar excesivas mis críticas "anticomunistas" y mi cuestionamiento del marxismo.

Con ocasión de un gran seminario sobre Epistemología de la Comunicación que él organizó y presidió en Barcelona en 1973, llegó a enfadarse seriamente conmigo. En el transcurso de una cena le dejé caer a mi compañera de mesa Julia Kristeva que el marxismo se había convertido en la doctrina más reaccionaria del momento. Pepín, que me había oído, me regañó irritado: "¡No se puede decir semejante cosa bajo [el régimen de] Franco!". Y yo, irritado a mi vez: "Decirlo aquí o fuera de aquí no cambia para nada la cuestión".

De pronto nos habíamos enfadado, e inmediatamente después nos entristeció estarlo, lo que hizo que poco tiempo más tarde volviéramos a estrecharnos en un abrazo. En el fondo, la experiencia vivida bajo Franco tendía a hacerle subestimar los caracteres negativos del comunismo soviético. Pero mi anterior experiencia como comunista y después mi fraternidad con las revueltas polaca, húngara y checa me hacían considerar a ese comunismo como al peor enemigo de la Humanidad en el curso de los años anteriores a Gorbachov, y considerar como mucho menores los vicios de un capitalismo que, en el curso de esos mismos años, se encontraba encuadrado en el welfare state y sometido a las poderosas presiones de los sindicatos obreros.

De hecho, nuestras diferencias quedaron reabsorbidas tras la implosión de la Unión Soviética y el desencadenamiento mundial de un capitalismo ya desenfrenado, y acabamos por estar profundamente de acuerdo en nuestros diagnósticos sobre el estado del mundo globalizado a partir de 1990.

Pepín me arrastraba a sus grandes aventuras intelectuales europeas, mediterráneas y latinoamericanas. De este modo estuve presente junto a él en la fundación y el auge de Amela, estuve junto a él en los encuentros que organizaba como presidente del Consejo Mediterráneo de la Cultura, fui el presidente que él eligió para la Agencia Europea de la Cultura, con sede en la Unesco, donde me gustaba recibir a investigadores, estudiantes y periodistas, con el placer de sentir su presencia siempre cercana o de ir juntos a desayunar a la cafetería.

Al mismo tiempo habíamos fundado con toda naturalidad una metafamilia, basada en el cariño que unía a su esposa, Cécile Vidal, con mi esposa, Edwige, madrina a su vez de su hija Vera. Y, ¿cómo decirlo?

Además de nuestros encuentros en coloquios que se convertían en auténticos oasis de existencia, en lugares maravillosos, con Cécile y Edwige, además de nuestras frecuentes comidas metafamiliares, y además de nuestra estancia en su casa de Estrasburgo, cuando fue consultor del Consejo de Europa durante algunos años (1979-1985), habíamos institucionalizado cada año, convirtiéndola en ritual, la cena de Navidad o la de Año Nuevo con su hija Vera.

En esas ocasiones, sumido en un inaudito sentimiento de comunidad y de felicidad, se reforzaba aún más nuestro afecto. El rito incluía la escucha, en un momento dado, de El Relicario, esa canción de principios de siglo que mi madre adoraba, y que yo no podía escuchar sin emocionarme, canción de Raquel Meller retomada por Sarita Montiel; mis lágrimas formaban parte de nuestra comunión: ellas hacían que, mucho más allá que mi madre, me remontase hasta mis ascendientes judeo-españoles, y en el interior de nuestro amor, mi raíz ibérica se anudaba con la de Pepín.

(*) Sociólogo y filósofo francés

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