El socialismo democrático, el debate político y la potencialidad de la red. He decidido proseguir el debate iniciado con el artículo de ayer a la vista de la aceptación de los lectores (unos a favor y muchos otros, la mayoría de los que entran en el foro, en contra de mis tesis), lo que me motiva a seguir haciendo una prospección en la intolerancia que anida en la sociedad española y la incapacidad para la autocrítica –que muchos suponen que es patrimonio exclusivo de la derecha- que se ha instalado en sectores del socialismo español como un mecanismo de defensa ante las limitaciones de liderazgo de José Luis Rodríguez Zapatero.
Creo que fundamentalmente lo que diferencia –o lo que debiera diferenciar- a los militantes de izquierda de los de derecha es, sobre todo, la exigencia de participación política en las decisiones, para que el compromiso militante sea el motor de las dinámicas democráticas de los partidos. Un antídoto contra el establecimiento de castas y camarillas que por un sistema de cooptación tienden a ocupar la cúspide del poder y apartar a quien no practique la adhesión inquebrantable.
Eso, hoy día, es bien visible en el conjunto de los partidos españoles, de tal manera que lo que era un caudal exclusivo de la derecha –la concepción del partido como una maquinaria electoral controlada por los intereses económicos más poderosos en forma de castas- ha terminado por contaminar toda vida partidaria copada en sus direcciones por élites inaccesibles.
La llegada de José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general del PSOE interrumpió una larga tradición de democracia interna en el partido que en momentos puntuales ha provocado verdaderos climas de tensión. El congreso de Suresnes –auténtica refundación del PSOE- fue sobre todo una ruptura generacional entre los jóvenes socialistas del interior y los viejos socialistas, supervivientes de la guerra civil.
Pero no se estigmatizó a nadie que quiso sumarse a aquel proyecto por razones de procedencia o de edad. La suma positiva del conjunto de partidos socialistas diseminados por la geografía española, con las limitaciones que pudo llegar a tener, fue un ejercicio democrático en el que se invitaba a la participación de todos.
La batalla de Suresnes fue dura y como es sabido fue ganada por la dirección que encabezaron Felipe González, Alfonso Guerra, Nicolás Redondo (padre), Enrique Múgica, José María Benegas y toda una generación de líderes que tuvieron buen cuidado en que la victoria no supusiera una ruptura ni con el pasado ni con los veteranos militantes que quisieron seguir incorporados a la vida del partido.
Los congresos sucesivos siempre dieron cabida a la discrepancia, circunstancia que quedó más evidenciada que nunca en el congreso que debatió la adhesión de la ideología del partido al marxismo, con un pulso democrático que ganó Felipe González poniendo en juego su liderazgo.
Durante los años de Felipe González el pluralismo interno no fue un obstáculo para la cohesión del partido. No se invocaba la obediencia ciega y hay sobrados ejemplos de que la vida partidaria permitía los debates profundos y las diferencias no se solucionaban desde la sumisión sino desde el convencimiento y la imposición de mayorías formadas después de un debate bastante libre.
Es cierto que en esa época no había hecho eclosión el aznarismo. La llegada de José María Aznar a la presidencia del Partido Popular marcó el cambio de las reglas de la democracia española. Con un talante autoritario y un soporte ideológico predemocrático, José María Aznar organizó una maquinaria de poder para asaltar La Moncloa sin tener la paciencia de esperar los resultados de las elecciones.
El contubernio organizado por el PP junto a Pedro J. Ramírez, Baltasar Garzón y los periodistas adheridos al llamado “sindicato del crimen”, estuvo a punto de dar un golpe institucional para meter en la cárcel al presidente legítimo del Gobierno de España y forzó las instituciones hasta el límite que le permitió alcanzar un gobierno minoritario en 1.996.
Nada ha sido igual después de aquella ofensiva predemocrática de José María Aznar. El encanallamiento de la vida democrática volvió a enfrentar a España en dos mitades difícilmente reconciliables. La crispación de la anterior legislatura, la falta de responsabilidad democrática del PP para asumir la derrota del 2004, fue la antesala de una confrontación con el Gobierno de Zapatero que no dejó al margen ni la lucha antiterrorista ni la política internacional. El PP metió todo, incluidas las instituciones, en la trituradora de la práctica política, para tratar de llegar al poder.
El tiro les salió por la culata porque esta derecha agresiva, ligada con los poderes más reaccionarios de la Iglesia católica y de la sociedad, sembró una alarma que movilizó el voto útil de adhesión al PSOE más allá del convencimiento sobre las propuestas que formulaba José Luis Rodríguez Zapatero, como forma de frenar a una derecha tan dura en su escalada hasta el Gobierno.
Esta lucha política ha tenido daños colaterales y efectos secundarios. Primero, que el miedo a una derecha tan dura ha establecido la impunidad del Gobierno sobre el axioma de que cualquier crítica, formulada incluso desde la izquierda, favorecía el crecimiento de las tesis del Partido Popular. Se estableció desde sectores del poder, sobre todo en el entramado más cercano al presidente del Gobierno, que las discrepancias eran imposibles, desde el momento que ejercerlas auxiliaría al Partido Popular.
Ahora, el Gobierno pretende que cualquier crítica equipara a quien la ejerce con el Partido Popular. En el fondo, en La Moncloa y en algunos sectores del PSOE, rezan todos los días para que el PP no se democratice, para que el liderazgo de Mariano Rajoy con todas sus debilidades permita la supervivencia de un partido ultraconservador, agresivo y enraizado con la Conferencia Episcopal, para garantizar la llamada de auxilio de toda la izquierda, desde la renuncia a la crítica y a la participación política, si no es con la condición de aplaudir todas y cada una de las decisiones del Gobierno, incluidos sus errores.
Quienes ejercemos la crítica en las ocasiones que no los dicta nuestro saber y entender, somos sencillamente traidores. Hay una jauría organizada en Internet para desacreditar a quien no aplauda todos y cada uno de los gestos del Gobierno, porque entienden la acción política como mera propaganda y la militancia como adhesión acrítica a un proyecto del que no esperan explicaciones sino consignas. (Continuará).
Eso, hoy día, es bien visible en el conjunto de los partidos españoles, de tal manera que lo que era un caudal exclusivo de la derecha –la concepción del partido como una maquinaria electoral controlada por los intereses económicos más poderosos en forma de castas- ha terminado por contaminar toda vida partidaria copada en sus direcciones por élites inaccesibles.
La llegada de José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general del PSOE interrumpió una larga tradición de democracia interna en el partido que en momentos puntuales ha provocado verdaderos climas de tensión. El congreso de Suresnes –auténtica refundación del PSOE- fue sobre todo una ruptura generacional entre los jóvenes socialistas del interior y los viejos socialistas, supervivientes de la guerra civil.
Pero no se estigmatizó a nadie que quiso sumarse a aquel proyecto por razones de procedencia o de edad. La suma positiva del conjunto de partidos socialistas diseminados por la geografía española, con las limitaciones que pudo llegar a tener, fue un ejercicio democrático en el que se invitaba a la participación de todos.
La batalla de Suresnes fue dura y como es sabido fue ganada por la dirección que encabezaron Felipe González, Alfonso Guerra, Nicolás Redondo (padre), Enrique Múgica, José María Benegas y toda una generación de líderes que tuvieron buen cuidado en que la victoria no supusiera una ruptura ni con el pasado ni con los veteranos militantes que quisieron seguir incorporados a la vida del partido.
Los congresos sucesivos siempre dieron cabida a la discrepancia, circunstancia que quedó más evidenciada que nunca en el congreso que debatió la adhesión de la ideología del partido al marxismo, con un pulso democrático que ganó Felipe González poniendo en juego su liderazgo.
Durante los años de Felipe González el pluralismo interno no fue un obstáculo para la cohesión del partido. No se invocaba la obediencia ciega y hay sobrados ejemplos de que la vida partidaria permitía los debates profundos y las diferencias no se solucionaban desde la sumisión sino desde el convencimiento y la imposición de mayorías formadas después de un debate bastante libre.
Es cierto que en esa época no había hecho eclosión el aznarismo. La llegada de José María Aznar a la presidencia del Partido Popular marcó el cambio de las reglas de la democracia española. Con un talante autoritario y un soporte ideológico predemocrático, José María Aznar organizó una maquinaria de poder para asaltar La Moncloa sin tener la paciencia de esperar los resultados de las elecciones.
El contubernio organizado por el PP junto a Pedro J. Ramírez, Baltasar Garzón y los periodistas adheridos al llamado “sindicato del crimen”, estuvo a punto de dar un golpe institucional para meter en la cárcel al presidente legítimo del Gobierno de España y forzó las instituciones hasta el límite que le permitió alcanzar un gobierno minoritario en 1.996.
Nada ha sido igual después de aquella ofensiva predemocrática de José María Aznar. El encanallamiento de la vida democrática volvió a enfrentar a España en dos mitades difícilmente reconciliables. La crispación de la anterior legislatura, la falta de responsabilidad democrática del PP para asumir la derrota del 2004, fue la antesala de una confrontación con el Gobierno de Zapatero que no dejó al margen ni la lucha antiterrorista ni la política internacional. El PP metió todo, incluidas las instituciones, en la trituradora de la práctica política, para tratar de llegar al poder.
El tiro les salió por la culata porque esta derecha agresiva, ligada con los poderes más reaccionarios de la Iglesia católica y de la sociedad, sembró una alarma que movilizó el voto útil de adhesión al PSOE más allá del convencimiento sobre las propuestas que formulaba José Luis Rodríguez Zapatero, como forma de frenar a una derecha tan dura en su escalada hasta el Gobierno.
Esta lucha política ha tenido daños colaterales y efectos secundarios. Primero, que el miedo a una derecha tan dura ha establecido la impunidad del Gobierno sobre el axioma de que cualquier crítica, formulada incluso desde la izquierda, favorecía el crecimiento de las tesis del Partido Popular. Se estableció desde sectores del poder, sobre todo en el entramado más cercano al presidente del Gobierno, que las discrepancias eran imposibles, desde el momento que ejercerlas auxiliaría al Partido Popular.
Ahora, el Gobierno pretende que cualquier crítica equipara a quien la ejerce con el Partido Popular. En el fondo, en La Moncloa y en algunos sectores del PSOE, rezan todos los días para que el PP no se democratice, para que el liderazgo de Mariano Rajoy con todas sus debilidades permita la supervivencia de un partido ultraconservador, agresivo y enraizado con la Conferencia Episcopal, para garantizar la llamada de auxilio de toda la izquierda, desde la renuncia a la crítica y a la participación política, si no es con la condición de aplaudir todas y cada una de las decisiones del Gobierno, incluidos sus errores.
Quienes ejercemos la crítica en las ocasiones que no los dicta nuestro saber y entender, somos sencillamente traidores. Hay una jauría organizada en Internet para desacreditar a quien no aplauda todos y cada uno de los gestos del Gobierno, porque entienden la acción política como mera propaganda y la militancia como adhesión acrítica a un proyecto del que no esperan explicaciones sino consignas. (Continuará).
(*) Carlos Carnicero es periodista y analista político
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