Blaise Pascal escribió con notable agudeza: «es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella que soportar el pensamiento de la muerte».
El filósofo francés, que vivió en el siglo XVII, fue tal vez el primero en formular esa idea que hoy nos resulta tan familiar y que impregna nuestra cultura.
La muerte había gozado de una especie de exaltación desde la Edad Media. Ello se percibe muy bien en el romanticismo, en el que todavía se embellecen los cadáveres y se exalta la trayectoria personal del finado. Morir no era algo vergonzoso sino un digno colofón que servía para resaltar los méritos del difunto.
El fallecimiento era un rito de paso a la otra vida y, por ello,
resultaba muy importante que el agonizante fuera consciente del momento. El médico que atiende a Don Quijote moribundo le recomienda que prepare su alma para la cita con Dios. Esa no es la actitud del doctor Benassis, el personaje de Balzac, que se lamenta de que la familia no le ha avisado a tiempo para intentar salvar la vida de un campesino.
Desde la segunda mitad del siglo XIX, la muerte ha pasado de ser motivo de exaltación a un suceso que se rechaza, como escribe el historiador Philippe Ariès. Nuestra cultura ha convertido el final en un tabú que debe ser exorcizado y expulsado de la vida cotidiana.
Hasta hace un siglo, la mayor parte de la población se moría en casa. Yo he sido monaguillo en Miranda de Ebro y he acompañado al sacerdote en muchas ocasiones a impartir la extremaunción al moribundo en su cama, lo que era habitual todavía a principios de los años 60.
Pero desde hace algunas décadas la gente se muere en los hospitales o en las residencias porque la muerte, como la peste, tiene un poder de contagio simbólico. Nadie quiere estar cerca de los muertos y, por eso, son separados de los vivos en los tanatorios.
La muerte está ligada hoy en nuestro inconsciente a la idea de enfermedad. Son los médicos los que la administran e incluso deciden cuando alguien ya no puede seguir viviendo. Y no lo digo como un juicio moral sino como una constatación de nuestra forma de pensar.
Por ello, es coherente que se le oculte al moribundo su condición, al que la familia y los amigos intentan hacerle creer hasta el final que es posible la curación contra toda evidencia. En nuestra cultura, uno muere siempre a causa de una enfermedad, como si el óbito fuera un hecho fortuito e imprevisto por la ciencia.
Si en la Edad Media era costumbre abrazar a los cadáveres, hoy crece el hábito de la incineración, que hace innecesarios los cementerios y el culto a los muertos en las tumbas. Nada más aséptico que unas cenizas en una urna. No hemos visto cadáveres ni ataúdes a lo largo de estas tres semanas, lo que no es una casualidad.
Refleja ese tabú que existe en nuestra cultura sobre la muerte, que nos empuja a censurar cualquier mirada a una imagen profundamente perturbadora que evoca nuestro inevitable destino.
(*) Periodista
https://www.abc.es/opinion/abci-pedro-garcia-cuartango-vivos-y-muertos-202004022356_noticia_amp.html
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