VALENCIA.- Un terrible naufragio, el de la fragata «Guadalupe», movilizó a toda la población de Dénia en el año 1799 y terminó por cambiar el curso de su historia como ciudad. A los pies del Montgó, donde tanto se respetan las tradiciones, la historia es razonablemente conocida; pero en el resto de la Comunitat Valenciana, el ejemplo de solidaridad que dieron los vecinos de la zona merece ser divulgado. Y también las consecuencias: porque Dénia, en 1804, dejó de ser una villa de la casa de Medinacelli y pasó a ser de la Corona por orden de Carlos IV, recuerda ahora Las Provincias.
La tragedia que hoy evocamos se inicia en una noche de borrasca, la del 15 de marzo de 1799. La fragata de la Armada Española «Guadalupe», de 34 cañones y fuerte blindaje de cobre en el casco, llevaba unos días de patrulla en aguas de las Columbretes; pero esa noche estaba buscando refugio en la costa porque se veía acosada por el navío británico «Centaur», de 74 cañones, la corbeta «Cormorant», de veinte, y un bergantín.
España estaba en guerra con Inglaterra y el capitán de fragata José de la Encina, se arrimó a tierra quién sabe si en demanda del abrigo de Dénia. Pero el temporal impidió la maniobra y en lo más negro de la noche el buque español, de 600 toneladas y 164 metros de eslora, quedó encallado en unas rocas de las que ya no pudo zafarse.
Al sur de la Marineta Cassiana, las rocas, Les Rotes, una costa agreste y recortada. El Pegolí, El Trampolí, Casa Sendra, Casa Mena... Hoy es un paraje gastronómico de ensueño, de lo más hermoso de la costa valenciana; pero en el lejano 1799 fue el calvario de los 327 hombres que iban a bordo de la «Guadalupe».
Cerca de la Punta Negra, en la Punta del Sardo, el buque se quedó clavado, y en medio del oleaje no fue eficaz un desalojo de lastre que empezó por sacrificar los propios cañones.
Tampoco fue útil que se abatieran los mástiles y el velamen para crear pasos de salvación entre la cubierta y la costa. Al día siguiente, las cosas fueron a peor: el casco del «Guadalupe» se quebró, el segmento de popa empezó a hundirse y los tripulantes se refugiaron en la zona de proa, rezando y temiendo el peor final imaginable.
La investigación de Chabás
En dos números de su revista «El Archivo», en mayo y junio de 1886, el historiador dianense Roque Chabás, buen amigo del fundador de Las Provincias, reunió los testimonios e informes más fieles del naufragio: el relato del cura párroco mosén Carlos Vallés y el de la sociedad de Salvamento de Náufragos.
Cada cual aporta su visión y los dos configuran una tragedia de la que sobresale la angustia de los marinos y el terror de los vecinos de Dénia, movilizados para ayudar pero paralizados en la costa, a la vista de un barco enorme que hacía agua entre gritos de angustia de los que iban a morir.
La alarma primera la dieron al amanecer dos náufragos que llegaron a tierra con suerte. Dénia movilizó enseguida a toda su marinería, que muy pronto comprobó que la misión de ayudar a los náufragos era imposible desde que las falúas de la fragata fueron destrozadas por el mar. Mientras a lomos de mulos llegaban mantas, ropas y aguardiente para socorrer a la gente en peligro, la jarcia del buque de guerra estaba arrumbada y complicaba cualquier operación.
El valiente marinero Andrés
Varios marinos de la «Guadalupe», desesperados o valientes, se tiraron al mar; pero muchos fueron víctimas del oleaje, que los golpeó contra las rocas o les lastimó con el batir de maderos erizados de clavos o astillados por la furia del naufragio.
Las apelaciones a los santos y las lágrimas brotaron de los espectadores del drama cuando un marino, Andrés Martínez, no sólo fue capaz de nadar hasta tierra sino que renunció a los socorros, tomó un cabo, se lo ató a la cintura y se las ingenió, sorteando mil peligros, para llegar nadando hasta la parte del buque que se mantenía a flote, cargada de gente.
Gracias a él se pudo establecer un andarivel, un cabo tensado desde tierra que permitió el salvamento de mucha gente en peligro. Para ellos, entre sollozos, Denia llevaba los auxilios más necesarios: agua, aguardiente, pan, vino y «aguanafa», una mezcla, sin duda reconstituyente, compuesta por «agua de azahar y polvos especiales para las narices».
Con todo, antes incluso de llevar las ayudas al lugar del naufragio, el párroco había dispuesto un elixir: que se cociera un buen caldo de gallina, el remedio resucitador que se reservó para los marinos que estuvieran realmente graves.
Hay que señalar que las fuerzas vivas de mar y tierra estuvieron muy atentas al desastre... y lo contemplaron desde las rocas. Pero poco más hicieron, a la hora de la verdad. Fue el párroco Vallés y los pescadores de la ciudad quienes se ocuparon de los pobres náufragos, que a lomos de mulas hicieron el viaje hasta el pueblo «tapados con las mantas y ropa que se quitaron de encima los de Dénia».
Mosén Vallés, que fue a por aguardiente, pan y vino mientras otros religiosos echaban bendiciones desde la orilla, es el que se encargó de escribir al arzobispo de Valencia, que enseguida autorizó gastar «cien doblones contra mi tesoro» para el urgente auxilio de los supervivientes.
Balance de víctimas
En las inmediaciones del camping Los Pinos, cerca del barranco de la Raconà, ha habido durante decenios una cruz que nadie sabía ya a qué razones atribuir y fue finalmente quitada o destruida. Pero señalaba el lugar de reposo de los marineros muertos en el naufragio. El balance de la tragedia -Chabás publicó la lista de todos los tripulantes- indica que de los 327 que iban a bordo, 180 salieron vivos y 107 fallecieron, mientras otros cuarenta nutrieron la lista de desaparecidos en el mar.
Ciento cinco marineros fueron enterrados entre los días 17 y el 27 de marzo de 1799, conforme el mar iba devolviendo cuerpos a la orilla. El párroco Vallés -¿quién si no?- se ocupó de los trabajos de enterrar a 105 marinos, mientras dos oficiales ahogados recibieron sepultura de lujo en la parroquia.
Todo eso se hizo con los recursos del arzobispado, que sirvieron incluso para que el comandante de la «Guadalupe» viajara a Cartagena a dar cuenta de lo sucedido. No hay indicios, al menos en lo publicado por Roque Chabás, de que la autoridad civil o militar echara una mano en el desastre.
De las conjeturas sobre lo ocurrido han quedado versiones divergentes: José de la Encina, que desde luego escapaba de los perseguidores ingleses, pudo tener voluntad de encallar su nave como maniobra de tiempos de guerra; o pudo buscar la seguridad del puerto de Dénia. Pero lo cierto es que su buque, con tan mala mar, terminó en seco en el paraje de Las Rotas.
El consejo de guerra
Chabás dejó la historia en los entierros pero fue el barón de San Petrillo, en estas mismas páginas, el que se tomó el trabajo de completar años después lo ocurrido. Concretamente lo hizo en la portada de 26 de junio de 1921.
Gracias a este investigador, también colaborador nuestro, sabemos que don José de la Encima fue sometido al preceptivo consejo de guerra el 17 de agosto, y que quedó libre de todo cargo por sus decisiones.
José de la Encina, con 29 años de servicios a la Armada, era un veterano de viajes a Cartagena de Indias y de patrullas en el Cantábrico: era un hombre experimentado en los negocios de la mar.
San Petrillo, que corrige el apellido del marino heroico y dice que es Molina, sin duda conoció las actuaciones judiciales de la Armada. Y se inclina, a la hora de explicar lo sucedido, por lo más natural: la «Guadalupe», que había tenido malos vientos, sentía muy de cerca a los cañoneros ingleses, que llegaron a enviarle una andanada. Y quería llegar cuanto antes al cabo de San Antonio en su camino hacia el sur. Pero el mal tiempo impidió una correcta trayectoria y acabó atrapada entre las rocas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario