El verano de 1941 lo pasó André Gide en la Costa Azul, junto a su hija Catherine, que acababa de cumplir dieciocho años. Gide se empeñó ese verano en contagiar a Catherine su afición a la Biblia, y con este objeto se puso a releer algunas de sus partes.
El 10 de agosto anota en su Diario: “Estoy releyendo, para Catherine, el Génesis, y esta tarde el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares. Desde luego, en estas dos últimas obras hay repeticiones (en el Cantar son armoniosas) y partes huecas; pero también, y, sobre todo, páginas de tal belleza, de una grandeza tan solemne, que no conozco nada en ninguna literatura que sea superior o que incluso se les pueda comparar”.
Lleno de fervor y de entusiasmo, añade Gide a continuación: “Si estos libros de la Biblia fuesen monumentos de arquitectura, la gente haría viajes de varios días para contemplarlos, como las ruinas de Balbek o el templo de Selinunte. Pero están al alcance de la mano; y muchos son los que sólo saben disfrutar de lo que les ha costado caro conseguir”.
No le falta razón a Gide, por muy tonta que parezca su observación. El gasto y las penalidades que para muchos supone contemplar ciertos lugares y monumentos históricos, determinados museos y obras de arte, no se corresponden con su rechazo o resistencia a emprender según qué lecturas que, bien considerado, les ocuparían, en definitiva, bastante menos tiempo,y les resultarían infinitamente menos costosas, sin por ello dejar de depararles placeres y experiencias en definitiva comparables a las que supuestamente les procuran esas ruinas, esas fachadas, esos cuadros.
El turismo cultural, ya se sabe, obedece en la actualidad a un imperativo social mucho más fuerte que el de la lectura, necesitada, al parecer, de siempre dudosas campañas de fomento.
Pero estábamos con Gide y su peregrina convicción de que si la Biblia fuera un monumento estaría tanto o más concurrida que las pirámides de Egipto o la Acrópolis de Atenas (por no mencionar los Lugares Sagrados de Israel).
Según Gide, “la reputación que tiene este libro de ser edificante, y el aburrimiento que en consecuencia se espera de él, hace que no se le preste la atención que merece”. Pero lo mismo cabría decir de la mayor parte de los textos clásicos que integran el canon literario. En el caso de la Biblia, su condición de libro sagrado no hace más que complicar las cosas y disuadir aún más al lector no creyente.
Pero hace ya mucho que “el libro de los libros” ha sido reivindicado como pieza imprescindible de dicho canon literario, desde el que irradia una influencia más que apreciable en innumerables escritores no sólo de la tradición más o menos cristiana, sino también contemporánea, incluidos muchos en absoluto sospechosos de inclinaciones religiosas.
No hace falta recurrir a envoltorios desenfadados como el que inspira la reciente iniciativa de Blackie Books y su El libro del Génesis liberado. El atractivo esencial de la Biblia no es de carácter narrativo, mucho menos novelístico, sino de naturaleza verbal y estilística, además de mitológica. Y para cobrar conciencia de ello apenas importa que la traducción del texto haya sido realizada con criterios escrupulosamente laicos o abiertamente confesionales.
Lo decisivo es su potencia lingüística, el resplandor de la palabra. Y en este punto pocas versiones al castellano de la Biblia pueden competir con la de Casiodoro de la Reina, publicada en Basilea en 1569 y conocida como La Biblia del Oso, debido al emblema de la portada, en el que aparecía representado este animal, símbolo de Berna, ciudad del impresor.
Alfaguara, que ya en 1987 exhumó, con encomiable rigor, este clásico “secreto” de la prosa castellana, fruto de una portentosa hazaña personal, acaba de reeditarlo –de nuevo en cuatro volúmenes envueltos en estuche– con una incitante presentación de Andreu Jaume.
Si las listas que por esas fechas suelen hacerse de los libros más destacables del año atendieran a criterios de importancia y peso cultural, no cabe duda de que esta reedición de La Biblia del Oso ocuparía un lugar destacado en todas ellas. Para quienes pretenden “degustar” la Biblia como texto literario, no cabe una mejor recomendación.
(*) Filólogo
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