Cualquier mortal que haya acudido alguna vez a un banco para pedir un crédito asiste algo atónito al aluvión de cifras que, en las últimas semanas, están dando cuenta de impagos, quebrantos e incluso algún multimillonario fraude en entidades punteras del sector. A modo de explicación, es lógico que no les baste el viejo aserto según el cual deber un millón a un banco es problema del deudor, pero deberle más de cien pasa a ser problema del acreedor. Suele quedar, por tanto, sin convincente respuesta una sencilla pregunta: ¿cómo ha podido ocurrir?
La mayoría es lógico que la formule desde el recuerdo de los datos, avales u otras garantías requeridas cuando pretende financiar la compra del coche, unas obras en el domicilio, disponer de unos miles de euros para gastos que no alcanza cubrir el salario mensual o, por supuesto, adquirir la vivienda habitual. Lo que conduce acto seguido a la conclusión de que no todos los solicitantes de crédito son tratados de igual forma: ¿se les exige, paradójicamente, menos a quienes piden más?
El negocio de los bancos no consiste en acumular dinero —pasivo—, sino en prestarlo percibiendo el correspondiente interés. Es verdad que últimamente también han pasado a cobrar comisiones por casi todo, pero ésa es otra cuestión. El fundamento está en que los intereses se paguen y las cantidades prestadas se devuelvan conforme a los plazos establecidos en la formalización del crédito. Cuando eso no ocurre devienen quebrantos y crisis como las del momento actual.
Esa ecuación, aparentemente sencilla, sugiere que la gestión del riesgo, decidir a quiénes se presta o deniega financiación, es la tarea más importante que toca desempeñar a quienes rigen en los distintos escalones la gestión de un banco o similar. Presuponer que no resulta fácil, sino que requiere conocimientos, técnica, capacidad de identificar si el demandante de crédito tiene o no capacidad —y voluntad— de cumplir los compromisos de pago y amortización… todo eso, en definitiva, se puede entender que justifica los astronómicos salarios que muchos ejecutivos bancarios suelen percibir. Sólo que, cuando emerge el fiasco, no queda del todo claro que les afecte como cabría pensar.
Tomando el caso muy actual de las hipotecas subprime, se enfatizan al menos dos circunstancias: que se prestaba con pocas o ninguna garantía de solvencia y que el riesgo se cubría con tal encadenamiento que es muy difícil saber quién acabará cubriendo —mejor, sufriendo— el quebranto final causado por el impago del crédito. Como mínimo, dice bien poco del rigor y la seriedad con que los profesionales bancarios sucesivamente concernidos han gestionado los fondos depositados en su entidad. ¿Habrán visto mermados sus emolumentos por ello? ¿Han percibido incluso un bonus anual en concepto de productividad?
Cómo, por qué y por culpa de quién se producen agujeros de miles de millones en las empresas bancarias nunca se acaba de saber. Da la sensación de que va camino de ocurrir con el quebranto de 5.000 millones de euros confesado hace una semana por Société Générale. Las primeras versiones, atribuyendo todo a la gestión desleal de un operador, se han ido difuminando conforme se conocen datos, reales o supuestos, de la investigación abierta para determinar qué ha pasado y si la pérdida es superior a la anunciada o no pasará de ahí.
Demasiado misterio, en definitiva, para un sector y una actividad que no sólo son esenciales para el funcionamiento de la economía, sino que precisamente en función de ello muchas veces acaban viendo resueltos sus problemas apelando al presupuesto público; es decir, al conjunto de la sociedad que, en paralelo, debe esforzarse para obtener un crédito normal.
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