...ayudo a mi señor."
La
complejidad alcanzada por el sistema de partidos tras las elecciones de
20D va a dar para mucha cábala. Mucho fino análisis. Mucha sardina
arrimada a la propia ascua. Mucho sondeo interpretado con cándida
intencionalidad. En fin, algún contertulio saldrá del programa en una
camisa de fuerza.
Como en los graves momentos de la historia patria,
El País
interviene con un editorial producto de su profunda identificación con
la estabilidad de esta monarquía parlamentaria, y con formulaciones
verdaderamente audaces:
El PSOE no es la CUP.
La idea del diario parece ser advertir de ello a Pedro Sánchez que, si
lo ignora, debe de ser el único en todo el país. La advertencia se
estructura en una cadena de razonamientos, sentados como verdades
incuestionables pero que son altamente cuestionables. Se parte del
supuesto de que el propósito de Sánchez de someter a consulta a las
bases del partido la posible coalición es un disparate producto de sus
lamentables errores que el diario refuta minuciosamente.
El
primero es tratar de imitar a Podemos. Un error, no porque consultar
esté mal, sino porque, según el editorialista, Podemos lo dice, pero no
lo hace, sino que recurre a unos rituales controlados por la dirección
leninista. Esto no es un error; es un juicio de intenciones del
editorialista.
El
segundo es que se trata de un golpe de efecto y un intento de vencer a
los barones. Que sea un golpe de efecto o no, no quiere decir nada
respecto a la justificación de la medida considerada errónea, y que
Sánchez quiera ganar por la mano a los barones es lógico. O ¿ha de
entenderse que, como son los barones, él debe dejarse gobernar y
adaptar su criterio a lo que se le imponga?
Error
es también por cuanto el recurso a las bases, populista por definición,
revela problemas de liderazgo dentro de la categoría de "políticos
mediocres". Ni se le ocurre al editorialista que quizá los problemas de
liderazgo sean mejores para el interés general que el liderazgo sin
problemas. Un ejemplo bien a mano, el sólido liderazgo de los cuatro
inenarrables años de Rajoy. Y en cuanto a la categoría de "políticos
mediocres" pues, en fin, el mismo caso viene al pelo.
Igualmente
erróneo es ocultar estos planes a los barones y saltarse, dice el
editorial, "a la torera" las reglas del juego democrático del partido.
Suponiendo que la idea no se le haya ocurrido en el último momento (sin
que ello vaya en detrimento de su calidad), lo que haría irrelevante la
intervención de los barones, lo de saltarse "a la torera" las reglas de
juego es afirmación cuyo contenido de verdad descansa exclusivamente en
el empleo del sintagma "a la torera". Las tales reglas del juego vienen
en los estatutos y estos son susceptibles de tantas interpretaciones
como personas ocupen los cargos.
Sánchez
reincide en el error por ignorar un hecho que el editorialista enuncia
como incontrovertible, esto es, que el PSOE es más un partido de
electores que de militantes. Por supuesto, la distinción no quiere decir
nada a nuestros efectos. Desde el momento en que los partidos se
mantienen gracias a la financiación pública cuya cuantía se mide por la
cantidad de votos y no de afiliados, lo que los partidos quieren son
electores, no militantes. Pero mientras los electores no puedan
identificarse como electores de un partido, las decisiones sobre este
las tomarán los militantes, lógicamente. Consultarlos no es una demasía.
Lo
errores se trasladan del orden teórico al práctico. Sánchez, según
parece, no se ha enterado de que las elecciones del 20D no han dado una
mayoría clara de izquierdas ni de derechas. Como con los errores, si no
se ha enterado, debe de ser el único del país y es de suponer que
alguien le habrá informado. Un tertuliano, por ejemplo, siempre en la
pomada.
Error es igualmente pasarse de simpático en la vida. A El País
le parece irresponsable ese propósito de ir tendiendo la mano "a
derecha y a izquierda". En fin, supongo que para eso tiene dos. El
diario, sin embargo, insiste en que es un error porque Iglesias y Rivera
no se tragan. Cada vez las reflexiones son más profundas. Yo no sé si
alguien habrá encontrado alguna vez en la naturaleza un animal con unas
tragaderas más grandes que las de los políticos.
Pero
el error definitivo, el que llevará al suicidio a Sánchez si lo comete,
es no seguir los sabios consejos de Felipe González, dios menor tutelar
del diario que le dio hace poco cancha en una entrevista para exponer
su pensamiento. Un juicio salomónico: que ninguno de los partidos
dinásticos sea un obstáculo para que el otro gobierne. Así, sin más,
tercera vía de concordia.
Ignoro
qué entenderá González por "gobernar". Apuesto algo a que el resto de
los mortales entendemos "aplicar un programa". Corresponde a los
socialistas demostrar a su antiguo secretario chino y actual jarrón
general por qué deben gobernar ellos y aplicar su programa. No es mi
tarea.
Mi tarea es poreguntar González,
como ha hecho, Iñaki Gabilondo
si él cree que se debe dejar gobernar otros cuatro años al Rajoy de los
sobresueldos y el partido imputado en un proceso penal. Y preguntar,
algo más allá, si cree que el gobierno del PP es un gobierno y el PP un
partido. O son otra cosa, procesalmente hablando. Y, aun más allá: si
conoce cómo las está pasando la gente, si tiene idea de los indicadores
de desigualdad, pobreza, miseria, emigración, etc.
Propiciar
que este gobierno arbitrario, injusto, abusivo, autoritario, corrupto,
expoliador siga campando por sus respetos otros cuatro años sí que es un
error. No hace falta un editorial para verlo. Basta con abrir los ojos.
El Tribunal Constitucional,
ministerio del gobierno español
El
gobierno español presume de enfrentarse al independentismo catalán solo
con las armas de la ley y el Estado de derecho. Dentro de ese espíritu,
su vicepresidenta, en rueda de prensa del viernes, tras el consejo del
ministros, anunció que el gobierno instaba al Tribunal Constitucional a
anular todos los actos que la Generalitat realizara emanantes de una
declaración de independencia. Sostenía que ello era lógico pues si tal
declaración fue anulada en su día por ese mismo tribunal, sus
consecuencias han de ser nulas.
En
efecto, es muy de agradecer que el gobierno español no emplee en
principio el ejército, la guardia civil, la represión y la violencia,
como ha hecho tradicionalmente para contrarrestar el soberanismo
catalán. Que recurra a la justicia e inste a los jueces a actuar en el
marco de la legalidad en vez de proceder reventarla a cañonazos según
inveterado proceder imperial.
Solo que esas declaraciones y ese espíritu son falsos y un engaño.
Alguien
podría decir que el engaño, el fraude, consiste en “judicializar” un
problema que no es jurídico sino político, esto es, en instrumentalizar a
los jueces para que resuelvan un problema que los políticos no pueden
solucionar. Fue una queja muy frecuente entre especialistas y estudiosos
en los comienzos del rodaje del Estado de las Autonomías en los años
80, cuando se planteaban continuos recursos competenciales al Tribunal
Constitucional y hasta los magistrados se quejaban de que el gobierno y
los partidos los usaran como parapeto para ocultar su incapacidad de
resolver los problemas por vía de negociaciones políticas.
Pero esto también era, no ya totalmente falso y embustero como las intenciones del gobierno actual, sino erróneo.
Y
era erróneo entonces y es falso hoy porque el Tribunal Constitucional
no es un órgano judicial ni forma parte del Poder Judicial. Llevar los
problemas políticos ante él no es “judicializarlos”. Eso es falso, una
estratagema. El Tribunal Constitucional es un órgano político compuesto
por juristas nombrados políticamente y con una finalidad política. Su
actual presidente está ahí porque fue militante del PP, del partido del
gobierno, por cuanto sabemos, subjetivamente sigue siéndolo y su función
es resolver los asuntos en sentido favorable a una parte, al PP que es
quien lo puso en donde está.
O
sea, usar el Tribunal Constitucional para zanjar un contencioso
político no es “judicializarlo”; es “politizarlo”. El hecho de que la
Constitución residencie la jurisdicción constitucional (esto es, la
competencia para resolver problemas constitucionales) en un órgano ad
hoc llamado Tribunal Constitucional, al que se acompaña de la
parafernalia léxica de la justicia (autos, sentencias, providencias,
etc) no quiere decir nada. El invento es una triquiñuela
autorreferencial que no otorga a sus decisiones legitimidad alguna sino
solo una legalidad de parte y, por tanto, inútil. El ejemplo más obvio:
por sentencia de 2010, ese Tribunal Constitucional decidió que los
catalanes no podían considerarse a sí mismos una “nación”. Como decidir
este disparate carece de todo sentido jurídico hubo que hacerlo de tan
alambicado modo que la decisión no es justa ni injusta sino,
simplemente, ridícula porque el de “nación” no es un concepto sino un
sentimiento y ningún tribunal del mundo podrá jamás imponer o arrebatar a
nadie un ápice de sentimiento nacional.
Por
tanto, la decisión del gobierno, anunciada a bombo y platillo, de no ir
por la vía de la pura represión y de acudir a los tribunales es un
engaño más consistente en emplear la represión disfrazada de acción
judicial, utilizar los mismos elementos de violencia camuflándolos como
magistraturas que, en realidad, obedecen las consignas del gobierno como
podrían hacer los militares o la guardia civil.
Y
eso es lo que hay que destapar como lo que es, como una superchería. Y
hacerlo con atención porque puede resultar difícil explicarlo en el
extranjero, en donde, en principio, la patraña de “judicializar”
falsamente los problemas políticos puede encontrar crédito en función
del prestigio que entre gentes civilizadas tienen palabras como
“tribunal”, “jueces”, “magistrado” o “justicia”.
Quede
claro que no hay tal. Se trata de referir a un órgano político una
decisión política en el sentido favorable a los intereses del gobierno
de turno. ¿Valor de este procedimiento a los ojos de la justicia, del
Estado de derecho? Cero. ¿Valor para justificar luego un posible recurso
a la violencia si el soberanismo persiste? Todo. Ahí reside el peligro y
eso es lo que hay que denunciar.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED