Acordar una política común en la Unión Europea (UE) nunca ha sido fácil: requiere tiempo, esfuerzos y sobre todo capacidad de impulso a cargo de uno o varios de los grandes países que la integran. Eso cuando se ha logrado, porque no faltan asuntos que se han revelado de imposible armonización.
Baste recordar que el tenido como gran éxito del proceso, la implantación del euro, necesitó más de dos décadas y media de gestación, estuvo al borde del definitivo fracaso varias veces y ni siquiera fue adoptado por todos los socios en aquel momento incorporados al club. Y si ya resultaba complicado cuando sumaban doce o quince países, caben pocas esperanzas de que siendo veintisiete la cosa gane sencillez.
Lo que está pasando con la inmigración, por tanto, no representa ninguna novedad. Los líderes comunitarios llevan al menos media docena de cumbres incluyendo el tema en la agenda, pero no van más allá de los pronunciamientos solemnes y la perenne propensión a trasladar posibles acuerdos y planes de actuación a la siguiente reunión.
Por una parte es comprensible, dado que no todos los países afrontan el asunto en igualdad. Unos, porque el fenómeno migratorio les viene de antiguo, han ensayado ya varias políticas y conseguido ordenar, en mayor o menor medida, un cierto grado de integración. Otros, en cambio, han debido afrontar la afluencia foránea de forma un tanto súbita, masiva y con escasa tradición de acogida en la sociedad. Y los hay, en fin, que son más expedidores que receptores, aun siendo ambas cosas, lógicamente con una distinta visión.
Lo que ya no parece tan claro es cómo se armoniza esa disparidad con el principio de libre circulación de nacionales de los países miembros dentro de la UE y todavía menos con el espacio Schengen que en realidad entraña la supresión de fronteras entre los países adheridos. Tanto como lo anterior puede poner en duda el establecimiento de una política común en materia migratoria, estas dos realidades deberían ser más que suficientes para fijarla cuanto antes.
Sin perjuicio de otros factores, algunos tenidos por políticamente incorrectos, es presumible que un escenario de debilitamiento de las economías propicie cuando menos dos fenómenos en cierto modo entrelazados: un aumento del paro, con alta probabilidad de afectar al colectivo inmigrante, y un mayor recelo social hacia los foráneos concurrentes al mercado de trabajo. Lo que refuerza, sin duda, la conveniencia de adoptar políticas comunes… antes que el caldo de cultivo propicio a la aparición de simplismos y demagogias con pretensiones de solución fermente en unos sitios más que en otros, añadiendo problemas donde ya sobran.
Baste recordar que el tenido como gran éxito del proceso, la implantación del euro, necesitó más de dos décadas y media de gestación, estuvo al borde del definitivo fracaso varias veces y ni siquiera fue adoptado por todos los socios en aquel momento incorporados al club. Y si ya resultaba complicado cuando sumaban doce o quince países, caben pocas esperanzas de que siendo veintisiete la cosa gane sencillez.
Lo que está pasando con la inmigración, por tanto, no representa ninguna novedad. Los líderes comunitarios llevan al menos media docena de cumbres incluyendo el tema en la agenda, pero no van más allá de los pronunciamientos solemnes y la perenne propensión a trasladar posibles acuerdos y planes de actuación a la siguiente reunión.
Por una parte es comprensible, dado que no todos los países afrontan el asunto en igualdad. Unos, porque el fenómeno migratorio les viene de antiguo, han ensayado ya varias políticas y conseguido ordenar, en mayor o menor medida, un cierto grado de integración. Otros, en cambio, han debido afrontar la afluencia foránea de forma un tanto súbita, masiva y con escasa tradición de acogida en la sociedad. Y los hay, en fin, que son más expedidores que receptores, aun siendo ambas cosas, lógicamente con una distinta visión.
Lo que ya no parece tan claro es cómo se armoniza esa disparidad con el principio de libre circulación de nacionales de los países miembros dentro de la UE y todavía menos con el espacio Schengen que en realidad entraña la supresión de fronteras entre los países adheridos. Tanto como lo anterior puede poner en duda el establecimiento de una política común en materia migratoria, estas dos realidades deberían ser más que suficientes para fijarla cuanto antes.
Sin perjuicio de otros factores, algunos tenidos por políticamente incorrectos, es presumible que un escenario de debilitamiento de las economías propicie cuando menos dos fenómenos en cierto modo entrelazados: un aumento del paro, con alta probabilidad de afectar al colectivo inmigrante, y un mayor recelo social hacia los foráneos concurrentes al mercado de trabajo. Lo que refuerza, sin duda, la conveniencia de adoptar políticas comunes… antes que el caldo de cultivo propicio a la aparición de simplismos y demagogias con pretensiones de solución fermente en unos sitios más que en otros, añadiendo problemas donde ya sobran.
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