Seguro que todos ustedes recuerdan aquel anuncio de Ariel, el detergente para lavar la ropa. Ariel es blancura, —decía una simpática señora tras ser asaltada en un supermercado por un hombre que, con toda su buena intención, pretendía cambiarle dos botellas de otro detergente por una de su preciado Ariel—. ¡No se lo cambio!, —respondía la señora—. Es el que mejor lava.
¿Es esto cierto? No, queridos lectores, esto es publicidad. Ariel es un detergente y, como tal, lava la ropa. Pero hay otros igual de eficaces y puede que incluso mejores. Si usted desea que su camisa esté limpia no necesariamente tiene que utilizar Ariel. Puede adquirir otro detergente y lo más probable es que también funcione.
Lo que ocurre es que Ariel es un producto vendido por una empresa. Y esta, como todas las empresas, quiere vender para ganar dinero, que es su única finalidad. Y para ello utilizará la publicidad y, de vez en cuando, alguna que otra estratagema para que sus productos se alcen sobre los de la competencia.
Cuando veo al CEO de Pfizer o a sus responsables de comunicación hablando en los medios sobre las bondades de su vacuna no puedo evitar acordarme de aquel anuncio de detergente. Pfizer —han dicho en reiteradas ocasiones— es la mejor vacuna, la que más inmunidad proporciona y la que menos efectos secundarios tiene, mientras que las demás, concretamente la de Astra Zeneca, no inmuniza tanto como la suya.
En otras palabras, su detergente, el de Pfizer, lava mejor que el de la competencia. Y si quieres que tu camisa esté resplandeciente, utiliza éste y no otro.
Pues bien, no me lo creo. Y no me lo creo porque, como he dicho antes y no me cansaré de repetir, Pfizer es una empresa y como tal, quiere ganar dinero. Enriquecerse es su único objetivo. No hay otro.
Ahora bien, esto no es malo ni bueno. Es la realidad. Una empresa no tiene porqué tener una finalidad social. De hecho, prácticamente ninguna la tiene. McDonald’s quiere vender hamburguesas. Inditex, ropa. Y Pfizer, medicinas o, en este caso, vacunas y recientemente, también pastillas. Ya está.
A Pfizer, al igual que a McDonald’s, le da igual el bien común. Solo quieren ganar dinero. Para el segundo, cuantas más hamburguesas se vendan, mejor. Y para el primero, cuantas más dosis se pongan, mejor. Si ponemos tres, mejor que dos. Si ponemos cuatro, mejor que tres. Y si mañana se decide inocular a las hormigas, mejor aún. Son muchas y si multiplicamos su número por dos (dos dosis), los beneficios económicos serían colosales.
Cuantas más dosis, más dinero. Así es. Y quien diga lo contrario, quien alegue que Pfizer quiere lo mejor para nosotros o es un necio o ya ha recibido su soldada. En resumen, no confío en Pfizer cuando exalta sus productos para venderlos. Como tampoco confío en McDonald’s cuando argumenta que su Big Mac es más sabroso y saludable que la Whopper de Burger King.
¿De quién podemos fiarnos entonces? De los médicos, sin duda. Ahora bien, sólo de aquellos no contratados o subvencionados por Pfizer. Porque al igual que no me fiaría de un dietista contratado por McDonald’s si intenta venderme las bondades de un McFlurry, tampoco puedo fiarme de un médico pagado por Pfizer cuando me recomienda productos de Pfizer.
Confío, por tanto, en los médicos independientes, los que trabajan de sol a sol para cuidar de todos nosotros. Los que, muchas veces con un sueldo del todo insuficiente, se dejan la piel en turnos enlazados para salvar vidas. De ellos me fío. De los otros, no.
Israel ya está estudiando la posibilidad de inocular una cuarta dosis. Pero Somalia o Eritrea apenas llevan la primera ¿Por qué? Porque estos dos países no tienen dinero, son pobres, pertenecen al tercer mundo. Y como no pueden pagar la vacuna, mala suerte.
El otro día un estudio científico señaló que las nuevas variantes de la COVID han surgido en los países con muy poca tasa de vacunación. Y digo yo, ¿por qué inocularnos ahora una tercera y previsiblemente una cuarta dosis en vez de donar estas últimas a los países que no tienen ni siquiera para una primera?
Como siempre ocurre, por dinero. Porque el dinero, no nos engañemos, es lo que mueve el mundo. La salud no importa. La libertad no importa. La dignidad no importa. Sólo el dinero, el vil metal.
Ya lo decía Quevedo, "yo al oro me humillo", "poderoso caballero es don dinero".
Este es el mundo despreciable que estamos construyendo. Preparen su cartera y sean bienvenidos.
(*) Juez y escritor
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