domingo, 17 de abril de 2022

Paz y guerra / Juan Manuel de Prada *


Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios», afirma Jesús en el Sermón de la Montaña; pero en otra ocasión dirá que no ha venido «a traer la paz, sino la espada». ¿En qué quedamos, pues? Y, por si fuera poco, en la noche que iba a ser entregado, Jesús dirige a sus discípulos una frase muy enigmática: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como os la da el mundo». ¿Por qué esa distinción tan neta entre la paz que nos deja y la paz que da el mundo?

Si analizamos conjuntamente esas tres frases evangélicas, parece fuera de toda duda que Jesús aboga por una paz que no es sinónimo de la mera ausencia de conflictos, sino más bien una paz fundada en la justicia y en la caridad entre hermanos; e incluso podría concluirse que, allí donde no se trabaja por esa paz, podría incluso ser preferible la espada. 

Lo que resulta por completo incuestionable es que Cristo nunca condenó la guerra (aunque, desde luego, tampoco la aprobó), sino que la dio como un hecho existente; y también resulta incuestionable que no consideró que su misión fuese erradicar las guerras (ni la esclavitud, ni el dinero, ni otras muchas calamidades que imperaban en el mundo que le tocó en suerte vivir), del mismo modo que tampoco lo era erradicar la enfermedad o la muerte. 

A cambio, Jesús nos da una serie de indicaciones para crear un reino de justicia y caridad en el que los hombres pueden llegar a ser hermanos y todos ellos hijos de Dios. Así que el pensamiento cristiano nunca ha condenado la guerra ni el oficio de las armas cuando se utilizan para restablecer la justicia, a diferencia de las ideologías pacifistas, que con frecuencia pretenden instaurar una paz sin justicia, rechazando todo conflicto porque lo consideran una amenaza al bienestar alcanzado. 

Este pacifismo puede alcanzar una expresión todavía más inicua, cuando no sólo pretende instaurar una paz sin justicia, sino que aspira a que la injusticia sea el fundamento de una paz pérfida. De ahí que Escrutopo, el taimado demonio urdido por C. S. Lewis, le recuerde a su sobrino Orugario que fomente la paz, antes que la guerra: «En la paz –le explica–, podemos hacer que muchos de ellos ignoren por completo el bien y el mal; en peligro, la cuestión se les plantea de tal forma en la que ni siquiera nosotros podemos cegarles».

Viendo que las guerras eran algo inevitable, y que la ‘paz del mundo’ (una paz sin justicia) podía ser paradójicamente el mayor de los males, el pensamiento cristiano se esforzó por establecer las condiciones para que pueda hablarse de una ‘guerra justa’. Los requisitos tradicionales enumerados en la doctrina de la ‘guerra justa’ son los siguientes: que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; que se reúnan las condiciones serias de éxito; y, por último, que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar.

 Pero, si analizamos seriamente las guerras modernas, llegamos de inmediato a la conclusión de que todas son injustas. De los requisitos que acabamos de enumerar como necesarios para hablar de ‘guerra justa’, al menos los dos últimos son por completo irrealizables en cualquier guerra moderna (y en cualquiera de los bandos contendientes): en primer lugar, resulta por completo impredecible establecer cuándo existen condiciones para el éxito (no basta con tener un ejército más numeroso, ni armas más avanzadas); y, además, dada la sofisticación armamentística, el empleo de armas siempre entraña males y desórdenes más graves que los que se pretenden eliminar (sobre todo si se emplean armas clandestinas o prohibidas, como siempre suele ocurrir en las guerras modernas). 

Así que, aunque desde luego puede haber ‘guerras justas’ en términos especulativos, la realidad es que, en las actuales condiciones del mundo, no puede haberlas.

El drama de nuestra época, pues, es que tanto la paz como la guerra se fundan o desembocan en la injusticia. Chesterton, con gran perspicacia, escribió que «si la guerra fuese excluida como medio para resolver las diferencias humanas, el arreglo sólo podría obtenerse mediante la alianza de todos los grandes poderes para imponer su decisión sobre cuantos sean pequeños, o se encuentren aislados, o tengan lealtad a unos principios». 

¿Y cuáles serían los otros medios de arreglar las diferencias entre los hombres, descartada la guerra? Chesterton nos brinda una respuesta que es casi una descripción de nuestro tiempo: «La usura, el monopolio, la presión por el hambre, la mentira periodística, la traición diplomática y la acción policial».  

 

(*) Escritor  

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