La salud mental, de entrada, es como la nación de Zapatero. Pero no de salida, pues cuenta con un criterio último que para sí quisiera España, única nación en realidad que la PSOE y la Podemia no ven clara. Si Iceta, que es como el niño de ‘El sexto sentido’ pero con más fantasías, veía ocho o nueve naciones entre nosotros es porque no hay en esta materia una autoridad universalmente aceptada.
Sin embargo, en un ámbito tan estrechamente ligado a la política contemporánea como es la psiquiatría, sí que te viene en un manual americano lo que es un trastorno. Y amén. Si algo no está ahí, ponte como quieras que no hay discusión. Las bocas más temerarias enmudecerán,
las plumas menos cautas se detendrán, se secarán impotentes. De un día para otro, lo que era una enfermedad deja de serlo y lo que no lo era pasa a serlo. Es la Asociación Estadounidense de Psiquiatría quien decide, y mientras tengan esa llave maestra en su mano, ese poder de veto y de indulto al espíritu y software de la Humanidad, ya pueden los americanos ceder la hegemonía militar y tecnológica, ya pueden huir de las guerras y ya pueden perder la vergüenza, que seguirán conservando el comodín.
Se dirá, con razón, que algo similar ocurre con el resto de enfermedades, que un grupo las ha catalogado, y que la psiquiatría no es una excepción. Pero eso es no entender nada. Lo excepcional es precisamente que a esa especialidad se le dispense el mismo trato que a las otras. Bien está, ojo, nadie crea advertir aquí una apuesta por aquella vieja «nueva psiquiatría».
Lo que sostengo es que la psique no es un hígado; su estudio siempre cobrará dimensiones que desbordan la medicina. Y perder el sentido de realidad es más rápido que coger una cirrosis.
El nacionalismo, por ejemplo, es una patología mental. Bueno, no aún, pero debería serlo, y espero que el grupo de americanos que ostenta el verdadero poder incluya un día en su catálogo tan contagioso trastorno, al que he visto destruir una sociedad, convertir en idiotas a los inteligentes, matar la ironía y grabar a fuego una obsesión que no cede pese a las evidencias de su naturaleza deletérea.
Si alguien cree que no existen contagios en los trastornos mentales, debería leer algo sobre sociopatología. Sin causas orgánicas, una ciudad entera puede echarse a bailar y no parar en un mes (Estrasburgo, 1518), o medio centenar de alumnas de EGB pueden pasar diez días con taquicardias, hiperventilación y pérdida del conocimiento (Alicante, 1988).
Otra cosa que debería catalogarse son los detonantes de trastornos colectivos. Ahí la pandemia ha jugado un papel parecido al de Artur Mas con el procés. Si este desencadenó una oleada de desconfianza creciente en Cataluña por imaginarios agravios fiscales (que finalizó en rencor patológico y autolesiones sociales), aquella ha convencido a gente normalmente seria de que poseía conocimientos científicos.
(*) Columnista
https://www.abc.es/opinion/abci-juan-carlos-girauta-olla-202109012335_noticia_amp.html
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