Se inauguraba la línea de AVE Madrid-Murcia. Un pequeño tramo, de Alicante a la capital murciana. El recorrido, el del AVE a Valencia con extensión a Alicante. En casi tres horas, Murcia.
En la estación de Chamartín el presidente del Gobierno, Pedro Hortérez , conocido en el gremio de la sastrería a medida como el Berenjenas, se propuso ningunear al Rey. Se lo propuso y lo consiguió. Le molestó que el público viajero que aguardaba la salida de sus trenes en el vestíbulo en obras de la estación de Chamartín dedicara al presidente Hortérez un monumental abucheo mezclado con gritos de repulsa, y ovacionara al Rey.
En el andén, Hortérez adelantó al Rey, cerró su paso para saludar a un señor bajito que andaba por ahí, y embarcó en el tren antes que el Rey, lo cual demuestra que en las saunas se pierden kilos pero no se gana en educación. El protocolo sentó al Rey al lado de Hortérez y frente a ellos, a la ministra de Transportes-Almudena Grandes y al presidente de la Comunidad de Murcia.
Hortérez estaba torcido, sesgado, melancólico de ánimo, porque a última hora su cómplice en la Comisión Europea, la rubia y sonriente empleada de George Soros, Úrsula Von der Leyden, no consideró oportuna su presencia en tan magno acontecimiento ferroviario, y Hortérez sin Úrsula, sufre en demasía.
El tren partió y la charla entre los cuatro protagonistas de esta narración se desarrolló dentro de los esquemas simples que la ocasión requería. –Hace buen tiempo–. –Hemos alcanzado los 290 kilómetros por hora–, y demás observaciones de gran interés económico y social. Llegado el tren inaugural a la estación de Cuenca-Fernando Zóbel, aquel notable pintor hispano-filipino que se estableció en Cuenca para producir su arte pictórico con tranquilidad, se dice, se cuenta y se asegura, que el Rey sugirió a Hortérez hacer un aparte para conversar de un asunto privado, que no es tan privado porque afecta a millones de españoles.
En esa conversación, breve y directa, el Rey comunicó a Hortérez que su padre, el Rey exiliado Juan Carlos I, tenía planeado viajar a España en los primeros días del mes de febrero, y por su parte –la parte del Rey–, no existía inconveniente alguno en satisfacer a su padre. –No tiene ningún asunto pendiente con la Justicia, y como todo español, está en su derecho de entrar y salir de España cuando lo considere oportuno–. Al presidente Hortérez no le agradó la noticia.
Y le recomendó al Rey que menguara su optimismo. –Mientras yo sea el presidente del Gobierno, el Rey Juan Carlos tiene prohibido su retorno a España. Y además, tiene pendiente la querella de Corina en Londres–; –Que yo sepa, esa querella la ha perdido la señora Larsen–; –Pues mi respuesta es «No». Un «No» rotundo–.
El Rey le recordó a Hortérez que la decisión de volver o no a España dependía exclusivamente de su padre, y que ningún español, de acuerdo con la Constitución de 1978, puede verse privado de vivir en su Patria. Hortérez zanjó la conversación. Pero la última palabra la tuvo el Rey. –Es mi padre el que tiene que decidir si es conveniente volver a España. Su situación, en este momento, es consecuencia de una injusticia.
De vuelta a sus asientos, los más cercanos a ellos, dedujeron que la charla entre el Rey y Hortérez no había sido de las más agradables. Muchos ojos la siguieron a distancia, y algún oído captó parte de ella. En el vagón, más tensión que júbilo. Y el tren llegó a Murcia con algunos minutos de retraso. Me aseguran que así fue. Yo me limito a narrarlo.
(*) Columnista
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