Francisco M. Martínez
El “proceso” nunca se podrá romper, porque siempre “se está” en proceso. Siempre ha habido y siempre habrá proceso. Quienes acusan al presidente del Gobierno español, J.L. Rodríguez Zapatero, de instalarse en la “banalidad” política y en una “inconsistencia” intelectual que pone en “gravísimo” riesgo al Estado de Derecho español (como ha dicho el director del diario Abc, J.A. Zarzalejos) porque sigue repitiendo –también tras el atentado del 30-D en la Terminal 4 de Barajas- que no se “rompe” el proceso, pretenden que el sentido común e histórico desaparezca en la mente del actual presidente del gobierno y en el pensamiento de la mayoría de los ciudadanos, cuando nunca lo han pretendido antes, es decir, en los prácticamente treinta años de Democracia española, y cuando, es más, han participado activamente en dicho “proceso” cuando han asumido responsabilidades de poder o han asumido intelectualmente desde la tribuna esas responsabilidades.
El “proceso” es intrínseco a la existencia del nacionalismo extremista vasco que utiliza la amenaza, la violencia, la extorsión, el asesinato y, en suma, el terrorismo. Y el proceso es “político” porque el terrorismo de ETA y el activismo de HB es “político”. La política “criminal” de la banda terrorista y la negación política de “condenar” los crímenes son una realidad que sería de necios negar. Es un error negar que las pretensiones de ETA y HB son “políticas”.
Pongamos un ejemplo histórico y cercano: Sería de una fatuidad consistente negar que Franco no fue un general que hizo “política” y que su dictadura militar no fue “política” además de criminal. Y lo sería igualmente negar que el “proceso” abierto, incluso antes de su muerte, sigue abierto y lo seguirá estando por mucho tiempo.
Quienes niegan al actual gobierno español su “potestad” de seguir actuando en el “proceso” le acusan también de “jactancia” al haber dicho, un día antes de que la tregua fuera “rota” por el atentado de Barajas, de que “se estaba mejor que hace uno año” y que “se estará mejor un año después”. ¿Quién es el necio que puede negar que el 29 de diciembre de 2006 los ciudadanos estábamos mejor porque se habían sumado otras 24 horas sin haberse producido ningún atentado de la banda terrorista? ¿Quién es el irresponsable “agorero” que pretende que estemos peor dentro de un año? ¿Quién se obstina en negarle a priori la eficacia a quienes han sido facultados, llamados y obligados a dirigir la lucha antiterrorista?
La obstinación del director de El Mundo, P.J. Ramírez, es acusar de “ignorancia” al Ministerio del Interior que dirige Pérez Rubalcaba, ya que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado no “supieron” detener previamente a los autores del atentado de Barajas. Qué soberano disparate la de este famoso periodista al exigir inexcusablemente a Rubalcaba conocer cuanto plan asesino pergeñe la serpiente asesina de ETA. Sólo los intereses también “políticos” del director de El Mundo pueden sostener tal exigencia el mismo día de la comisión del atentado de Barajas sin que se hayan dilucidado antes las circunstancias de tipo pericial que pudieran dar cobijo a alguna sospecha de negligencia operativa.
Por la misma regla de tres, el director de El Mundo debería culpar a los responsables gubernamentales de toda política preventiva de cuanto acto criminal se haya cometido y, lo que es peor, se siga cometiendo. Por ejemplo, el que costó dos centenares de víctimas mortales en Madrid el 11-M de 2004.
P.J. Ramírez y cuantos dinamitan intelectual y políticamente, por vez primera en la Democracia española, la política de un gobierno en la lucha contra el terrorismo siguen tozudamente inmersos en su regresión antidemocrática de negar a HB la posibilidad de expresar sus deseos de autodeterminación. Pretenden lo improcedente en democracia. Como improcedente es pretender la autodeterminación a través de la amenaza, la extorsión, la violencia y el asesinato, y en definitiva el dolor y la sangre, como ha expuesto en su editorial El País. Sólo el peor de los nacionalismos puede ofrecer y enaltecer como moralmente aceptable el martirio como objeto ideológico. Sólo los dioses y los nacionalismos sanguinarios aceptan estas ofrendas de sus creyentes. Qué patria vale la vida de un inocente. Qué idea vale la vida de una persona.
Cómo se puede calificar de “falso” un proceso, como titula su editorial el diario Abc. El proceso es y seguirá siendo un “proceso de paz”, es decir, un proceso para alcanzar la “paz” que lleva implícito la desaparición de los actos criminales y de la banda que los perpetra para conseguir objetivos políticos, y, por tanto, seguirá siendo un proceso “real”, al que cualquiera que pretenda calificarlo de “falso” o “verdadero” estará aspirando a moldearlo a sus propios intereses políticos e ideológicos. A no ser que a todo lo “real” lo califiquemos de “falso”.
El proceso no puede “morir” y nunca podrá suponer ningún “fracaso” para ningún gobierno. Quien diga que la única opción de derrota posible del terrorismo etarra es la policial pretende lo imposible y niega que la autodeterminación es un aspiración política tan digna como cualquier otra aspiración ideológica siempre y cuando se exprese a través de los cauces establecidos en un Estado de Derecho. La dignidad se mide por aceptar las reglas del juego, la dignidad de cualquiera, del que no ha matado y del que ha matado y cumpliendo su pena se arrepiente de ello.
El proceso de paz será largo y difícil y su terrible dureza no se la puede desear. Quienes tachan a Zapatero de cara de palo, califican su discurso antiterrorista de jactancioso, rimbombante o grandilocuente, los que califican a quienes entienden que alcanzar la paz forma parte de su realidad y de su dignidad política, de incautos o necios, tienen sus miras demasiado cortas en este a veces penoso proceso hacia la paz. Un proceso al que se pretende hurtarle ese bien preciado quienes a la vez acusan con romo pudor al gobierno de “rendirse” al “enemigo” en una “guerra” inexistente. Atrincherarse en estos eufemismos y ambigüedades sirve para calentar sólo orejas y cabezas ya predispuestas a estas calenturas políticas e ideologicas.
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