domingo, 9 de enero de 2011

Rabia en el Magreb

La muerte del joven Mohamed Bouazizi ha desencadenado una ola de protestas en Túnez pronto extendidas a las principales ciudades de la vecina Argelia. Bouazizi, un licenciado en Informática sin empleo desde que acabó sus estudios, se inmoló ante una comisaría después de que la policía destrozara su carro de frutas y lo detuviera por carecer de licencia para la venta ambulante. Su gesto desesperado ha sido la chispa que ha hecho estallar la rabia de una juventud sin expectativas y sometida a regímenes de distinto signo político, pero igualmente dictatoriales y corruptos. De momento, las protestas en Túnez dejan un balance de cuatro muertos y un número indeterminado de detenidos, alrededor del centenar. En Argelia solo se tienen noticias confirmadas de violentos enfrentamientos entre los manifestantes y la policía.

La explosiva situación social en el Magreb no era desconocida antes de estos sucesos; después de que hayan tenido lugar obligan a reconsiderar la política seguida por la comunidad internacional durante los últimos años, en especial por la Unión Europea y EE UU. Las necesidades de seguridad no pueden monopolizar la aproximación diplomática al Magreb, relegando a segundo plano las exigencias de democratización y las iniciativas dirigidas a facilitar el desarrollo de la región. El equilibrio entre estos múltiples objetivos es difícil de articular, pero lo será aún más si la situación política y social sigue degradándose.

El presidente tunecino, Ben Alí, fue confirmado hace poco más de un año en unas elecciones sobre las que pesaron fundadas sospechas de fraude. Los Gobiernos europeos guardaron un prudente silencio y solo la Administración norteamericana expresó preocupación por la ausencia de observadores internacionales independientes. Ben Alí se cobraba así su cooperación en la lucha contra el terrorismo, apuntalada con medidas modernizadoras en diversos ámbitos sociales, incluido el estatuto de la mujer. Pero la modernización no puede servir de excusa, según pretende Ben Alí, para perpetuarse en el poder, que ejerce desde hace más de dos décadas. La situación en Argelia no es distinta, por más que el régimen se reclame retóricamente de unos vagos principios socializantes y revolucionarios.

No porque las diversas ramas del islamismo, incluyendo la aberración terrorista, hayan tratado de capitalizar el malestar en el Magreb hay que negar su existencia. Está ahí, como atestigua la rapidez con la que, sin importar las fronteras, se han extendido los disturbios tras la muerte de Mohamed Bouazizi. Como también están ahí la corrupción y la falta de libertades, que afectan a todos los países de la región. Los actuales disturbios son un nuevo signo -uno más- de que la situación no se puede prolongar de manera indefinida y de que la cooperación con estos Gobiernos no puede realizarse a expensas de sus poblaciones. Para la comunidad internacional es un camino a ninguna parte; para el Magreb, una bomba de relojería que, de activarse, será difícil de controlar.

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