viernes, 4 de abril de 2008

Rajoy, ni experiencia ni juventud / Manuel Martín Ferrand


La experiencia aumenta nuestra sabiduría,
pero no reduce nuestras locuras”
(Bernard Shaw)

Arranca la legislatura. Como viene sucediendo en estos últimos años, la iniciativa la marca el PSOE. Algo ocurre en el seno del PP que limita el empuje, y desdibuja la figura, del “otro” gran partido nacional. No es ése el método para recuperar el poder y salvar la distancia que va del segundo al primero; pero, en flagrante paradoja, a Mariano Rajoy le ensoberbecen las derrotas, a las que ya se va acostumbrando. Encastillado en ellas, en lo alto de la torre de su propio homenaje, blinda el castillo de la derecha española, levantado con diez millones de votos, para que no entre en él un ápice de talento. Nada más peligroso que el talento.

Ahora, tarde y mal —a destiempo, como siempre— anda el PP en un proceso de rejuvenecimiento. Rajoy, a sus 53 añitos, quiere ser el más anciano de su tribu. Tratar de sustituir la autoridad por las canas es algo más cercano al carnaval que a la inteligencia, pero así van las cosas en el patio político español. No deja de resultar cívicamente desmoralizador, políticamente empobrecedor y éticamente despilfarrador que sólo uno —¡uno solo!—de los diputados que integrarán el nuevo Congreso venga siéndolo desde las primeras elecciones democráticas, desde las de 1977. Se trata de Alfonso Guerra y es todo un síntoma de un colectivo desprecio a la experiencia. La veteranía ha dejado de ser un grado para convertirse en un demérito. ¡Así nos luce el pelo!

Lo que pretende Mariano Rajoy, el hombre a quien se le entiende mejor por sus silencios que por sus dichos, es soltar lastre del pasado. Eso tendrían que interpretarlo sus psiquiatras mejor que cualquier analista político, pero es un síntoma. Y un error. El talento, el gran déficit que ostenta su partido, no tiene edad y lo mismo, y en parecida proporción, se encuentran bobos treintañeros que necios setentones. Nuestra derecha, a partir de la Transición, ha ido sacrificando generaciones. Eso la tiene esquilmada y de hecho España es una paidocracia integrada por jóvenes que son ancianos prematuros.

El disimulo, la apariencia de lo que no es —lo que, por sus gestos, pretende Rajoy— es una táctica de vuelo corto. La novelista francesa Aurora Dupin, baronesa de Dudevan, pasó a la historia de las letras como George Sand. Estaba empeñada en conocer por dentro un convento de cartujos y, dado que estaba prohibida la entrada a las mujeres en tan virtuoso recinto, se disfrazó de hombre. No llegó a entrar. El hermano portero la vio llegar y le dijo:

—Caballero, aquí está prohibida la entrada de señoras.

Lo importante no es, en una orquesta, la edad de los músicos. Lo que convierte una formación en triunfal es el virtuosismo de sus intérpretes, la calidad de la partitura que se quiere interpretar y la capacidad del director. En los últimos tiempos, en el PP, emperrados en “tener razón” —¿qué será eso?—, se ha hecho una selección de los peores, no hay un programa rotundo ni un camino diferencial, bien trazado y concordante con el espíritu de la derecha europea y el director, si sabe solfeo, no lo acredita. Así, al margen de la juventud que quiera imponerse en sus filas, el fracaso está garantizado. La experiencia que tiene Rajoy es la de un disciplinado segundo —que se lo pregunten a José María Aznar— al que le duele tomar decisiones y actuar con resolución de líder. Un cincuentón es muy mayor para ser joven. En el supuesto de que la juventud, a falta de otros valores, sea el nuevo ideario de un PP que languidece y se declara vencido antes de entrar en combate.

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