Vivimos en una economía, en una sociedad, basada en la confianza, que se refuerza mediante la imposición de normas y contrapesos institucionales. Y esta crisis la ha quebrado entre bancos, entre estos y las empresas y la de los ciudadanos hacia el sistema financiero. De repente, nadie se fiaba de nadie y, así, los mercados no funcionan, la economía no funciona, se paraliza, entra en quiebra.
Y en medio de la amenaza de desastre total, surge alguien de quien nos fiamos todos, alguien en quien todos depositamos nuestra confianza, alguien a quien recurrimos para salvar los muebles: el Estado. Resulta que ese depósito de confianza que tenemos agotado entre privados nos ponemos de acuerdo para tenerlo todos lleno con el Estado. Y con esa garantía por medio, poco a poco esperamos que se recupere el crédito entre el resto de agentes del sistema.
Es el Estado y no el mercado, lo público y no lo privado, quien en esta hora de crisis concita las esperanzas de todos. El arte de la política consiste en gestionar este depósito de confianza que no es, tampoco él, incondicional, ni ilimitado. Y se ha hecho bien. Haciéndonos sufrir, pero bien. La acción política ha cubierto con su manto de seguridad la falta de confianza privada.
Ahora, de cara al futuro, la política tiene que seguir equilibrando las dosis justas de mercado y Estado, en una relación que ni es ni puede ser estática ni tampoco de signo encontrado, en el sentido de que uno siempre crece a costa del otro, ya que parece que ambos pueden ir de la mano y que la mayoría nos beneficiamos de ello cuando así ocurre. En lo financiero, pero también en lo social, en lo laboral, en los servicios públicos. En suma, practicar la vieja máxima socialdemócrata de tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario.Esta crisis lo está siendo también de una cierta orientación ideológica. En la Depresión del 29 el Gobierno americano tardó tres años en adoptar medidas porque se creía que el mercado se corregiría solo. También ahora, la creencia en la capacidad autónoma de los mercados de derivados hizo que Greenspan se negara a regularlos, llevándonos adonde estamos. La política y el conjunto de ideas y creencias desde el que se ejerce influyen mucho sobre la actividad y el bienestar de los ciudadanos. Por eso, esperemos que esta crisis se lleve por delante la intransigencia dogmática hegemónica de estas décadas, según la cuál sólo el libre mercado, lo privado y bajar impuestos, eran buenos.
No podemos, porque no es ético, ni eficaz, mantener un sistema económico que se basa en una asimetría: para ganar dinero, nada como el mercado, para no perderlo, nada como el Estado. Las fronteras deben redefinirse sin irnos al otro lado, porque los fallos del Estado también existen. Por ello, más Estado, en forma de regulación, supervisión y sanciones, precisamente para que pueda haber mejor mercado, pero también mejor Estado en forma de mejores instrumentos como los impuestos, que podrían haber ayudado a mitigar la burbuja especulativa y un gasto público sometido a evaluación de eficiencia.
Ha sido la intervención pública, definida por los políticos democráticos, la que ha ayudado a estabilizar el sistema económico en que vivimos. Pero esa intervención debe tener límites conocidos.De otra manera, se puede establecer un pulso entre mercados financieros en exigencia recurrente de más y más dinero y un Estado atrapado ante la opinión pública por una intervención como pozo sin fondo.Pulso que ya vivimos cuando las especulaciones contra las monedas del Sistema Monetario Europeo, antes del euro. Las decisiones adoptadas y conocidas deben marcar los límites a partir de los cuales la histeria de los mercados se convierte, simplemente, en autodestructiva.
Los gobiernos, con su acción, también han desatascado otros dos problemas con los que interactúa la ausencia de confianza: insuficiencia de liquidez para que el sistema funcione y posibilidad de recapitalización, vía nacionalizaciones, que contrarreste el proceso de desapalancamiento derivado de la pérdida de valor de los activos que soportaban el crédito y que podía llevar a insolvencia generalizada.
Las entidades no se prestaban ni prestaban no sólo porque no se fiaran, sino por si acaso lo necesitaban ellas para cubrir eventuales pérdidas patrimoniales. Al final, el Plan Europeo ha resultado más consistente que el americano al permitir actuar sobre los tres niveles del problema con más contundencia.
Ahora faltan dos tareas de Hércules más: implementar lo aprobado con el debido control democrático y volver los ojos hacia la economía real ahora que han llegado los tiempos duros para el crecimiento y el empleo. El volumen de recursos canalizado hacia el sistema financiero es de tal magnitud que no puede hacerse sin la transparencia suficiente sobre la actividad gubernamental, pero tampoco sin compromisos conocidos, exigibles a los gestores privados perceptores de tan ingente ayuda. Así se está haciendo en el resto de países
Por otro lado, lo decidido sobre el sector financiero es condición necesaria, pero no suficiente, para combatir la crisis económica y no sólo encajarla. Recordemos, por ejemplo, que en EEUU se han establecido líneas de crédito público directamente a empresas y se impulsan medidas de alivio a las familias endeudadas.Para todo ello, tendremos que girar los ojos, otra vez, hacia los políticos que son los únicos que pueden hacerlo. Así es la política, la buena política. Algo que no tiene precio, pero si valor. Mucho valor para la convivencia y que ahora, además, cotiza también en la Bolsa.
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