Atardecía, la animación en el centro de
la ciudad era algo superior a otros días, pero no había nada de
particular en el tránsito de la gente por la calle; quizás, en las
tiendas y supermercados, algo más de trabajo que de costumbre. Al día
siguiente era fiesta, era el único día festivo además del Viernes Santo
que tenía un carácter sobrecogedor; todos los comercios, los cines, los
espectáculos, los bares y cafeterías, estarían cerrados. Se veían en
algunos balcones banderas nacionales con crespón negro y, algunos
muchachos de la OJE, con una boina azul y un jersey gris, paseaban, algo
despistados, por la Rambla y por la Explanada.
En la Calle Mayor, en la farmacia de mi
padre ya habían puesto la bandera con un enorme lazo negro, como todos
los años. En la fachada del Ayuntamiento, las banderas a media asta y
los balcones adornados con colgaduras negras. Cuando en la farmacia se
ponía la bandera ya todos los comercios de la calle la ponían; claro que
transcurridos unos años ya sólo mi padre lo hacía.
A hablar con mi padre acudían ese día,
como todos los años, gentes de los pueblos vecinos, de Elche, de Ibi, de
Alcoy. Todos tenían una cita esa noche, la iban a pasar en vela en la
Casa Prisión de José-Antonio, lo que había sido la Prisión Provincial
de Alicante y que entonces era un colegio: el Colegio Menor
José-Antonio, porque el Mayor estaba en Madrid, en la Moncloa, un
edificio sobrio que tenía en la fachada el cisne con el yugo y las
flechas. El “pato”, como nosotros le llamábamos.
Yo no me perdía esa tarde las visitas a
la farmacia, ni las tertulias que allí se organizaban espontáneamente.
Acababa de marcharse Leoncio Escudero, un señor ya mayor al que mi padre
me presentó; luego me contaba su historia. Fue el único que se salvó de
la saca del 29 de noviembre del 36. Estando ya frente al pelotón de
ejecución de los milicianos, en el cementerio, en un descuido de éstos,
corrió, se encaramó a un nicho y saltó la tapia. Se perdió por el campo
colindante al cementerio. Había salvado la vida. Mi padre también se
salvó ese día. Estaba ya subido al autobús que debía conducirle a la
muerte, era el último de la primera tanda. Era el autobús del Hércules
Club de Fútbol. Los hermanos Soto Chapuli estaban en tandas diferentes
de ejecución, por fusilarlos juntos delante de su padre Federico Soto,
como así hicieran, bajaron a mi padre para que esperase el turno
siguiente. Un miliciano que conocía a mi abuelo lo escondió con los
presos comunes.
Yo conocí esta historia porque siendo
niño, como todos los niños, registraba los cajones de mi padre, dentro
de una caja de laca china negra, y junto con otras recuerdos encontré un
pequeño papel arrugado que recibió mi abuelo: “Estoy vivo, ¡Arriba
España!”, había escrito en él.
No tardaría en llegar Barricarte, que
ese día visitaba a mi padre todos los años. Barricarte era sargento del
Regimiento Tarifa en el año 36. Uno de los pocos comprometidos en el
Alzamiento que había podido escapar de toda sospecha. Sobornó a uno de
los jefes de la CNT para sacar a José-Antonio de la cárcel, intento que
se frustró como todos los demás que se hicieron. También llegaban
familiares de Haroldo Parres, que fue fusilado en esa terrible saca: lo
contaba David Jato en su Rebelión de los Estudiantes, verdadera
enciclopedia del heroísmo. Este señor se las arregló para morir en
lugar de su hijo que llevaba su mismo nombre.
José-Luis Santos me contó en más de una
ocasión cómo desmontó, para camuflarla entre su ropa, una vieja máquina
de fotografiar, para volverla a montar en el interior de la prisión en
una de aquellas visitas que todavía permitían antes del mes de Julio.
Con esa máquina hizo la última foto de José Antonio. Aparece junto a su
hermano Miguel en el locutorio de la cárcel agarrado a los barrotes.
Gustaba a José-Luis Santos repetir la bella poesía de Ángel María
Pascual, “A ti fiel camarada que padeces”.
Mi padre, Agatángelo Soler, contaba todo
esto en una especie de prólogo al libro "Ética y Estilo". Así decía:
“Las descargas se oían desde nuestra cárcel muchas madrugadas. Se
mataba frente a nosotros, al lado del cuartel de Benalúa, en el edificio
de los jesuítas. Estas descargas las oíamos con verdadera estruendo,
por ser muy cercanas. A lo lejos adivinamos también las de los pelotones
de ejecución que actuaban en el cementerio alicantino. Los
fusilamientos frente al cuartel los presentíamos con exactitud por el
olor que desprendían las paradas de freír churros que se instalaban en
las inmediaciones, poco antes de cada ejecución, para que pudieran
desayunar los curiosos y los milicianos.
Pero la descarga del 20 de noviembre,
poco antes de las siete de la mañana, sonó mas lejana que las del
cuartel pero mucho más cerca que las del cementerio. No cabía duda que
había sonado en la prisión provincial, en donde el jefe de la Falange
estaba condenado a muerte por el Tribunal Popular.
Al día siguiente mis hermanas pudieron
comunicar conmigo. Me dijeron que a nuestro buen amigo, el médico
forense Don José Aznar, le habían mostrado el cadáver de José-Antonio,
cubierto con una sábana y no le habían dejado descubrir el inerte y
rígido cuerpo. Sólo le permitieron tomar el pulso bajo la tela que lo
cubría. Don José había observado que el cadáver tenía una mano cerrada
con unas medallas dentro del puño. Di la noticia en el interior de la
prisión a mis camaradas. Todos pensamos, lógicamente, que José-Antonio
no era el muerto y que otro cuerpo ocupaba su lugar. ¿Nació ese día la
leyenda del Ausente?”.
Ya entrada la noche, ya 20 de Noviembre,
acudía con mi padre a visitar el patio de la prisión donde José Antonio
fue asesinado. “Ojalá fuera la mía la última sangre española vertida en
discordias civiles…” No dejaba de asombrarme entonces de aquella frase
del testamento de José-Antonio, de su valiente resignación, de sus
últimos momentos. Ni de lo que dijo el sacerdote que lo confesó, el cura
Planelles: “Ayer he confesado a un hombre que va a morir por todos
nosotros”. Nueve días tardó don José Planelles Marco, que así se llamaba
el sacerdote, en seguir a José Antonio en su guardia eterna. Hoy está
en proceso de beatificación.
El encuentro de mi padre con Llanitos
Marco siempre era emocionante. Llanitos era el enlace con el mundo
exterior a la prisión que utilizaba José Antonio para comunicarse con
los camaradas de Alicante. La última vez que la vi, ya muerto mi padre,
me contó su última entrevista con José Antonio:
-”Vete al cuartel y diles que son unos cobardes”, le ordenó José Antonio.
-”¿A quién se lo digo?”, preguntó Llanitos.
-”Al primero que encuentres”.
Así lo hizo Llanitos. Antes de salir
del locutorio José Antonio, brazo en alto, le dijo: “Adiós, Llanitos,
hasta la Eternidad”. Hace unos años que ya se han vuelto a ver,
Llanitos, mi padre y José-Antonio, detrás de esa puerta que tiene en sus
jambas ángeles con espadas.
Hoy ya no existe la Prisión Provincial.
En el lugar donde murió José-Antonio, justo en el mismo sitio, hay un
pequeño parquecillo con unos bancos. Allí estuve sentado el año pasado.
Solo, en aquella noche de aniversario. Y acudían a mi memoria todos los
personajes, casi todos héroes, que mi padre me había presentado,
mientras a mi memoria acudían aquellos versos de “A tí fiel camarada que
padeces el cerco del olvido atormentado”.
Relataba en un viejo reportaje del año
39 Miguel Primo de Rivera los últimos momentos de su hermano, y como en
su despedida le pidió “José-Antonio ruega por nosotros”. Pues eso,
José-Antonio ruega por nosotros.
Recuerdo ahora y recordaba todas esas
noches lo que nos contó Aramburu que era el gobernador civil que recibió
a Franco en Alicante. Solos los dos en aquel patio le confesó Franco:
“le juro Aramburu que hice todo lo posible por salvar a este hombre”.
Muchos fueron los personajes que
visitaron el patio de la prisión. Recuerdo unas fotos de mi padre con
el archiduque Otto de Habsburgo, estuvieron más de una hora solos
hablando de José-Antonio. Tengo en mi memoria todavía el sonido del
cornetín de órdenes que tocaba oración a las siete menos veinte de la
madrugada, justo en el momento en que lo mataron. El silencio de aquel
momento era más silencio que el de cualquier noche. La humilde elegancia
de aquellos viejos falangistas se grabó indeleble en mis recuerdos.
Toda belleza fue tu vida clara
sublime entendimiento
ánimo fuerte
Y en pleno ardor triunfal
temprana muerte
porque la juventud no te faltara.
Pues eso, setenta y cinco años después, José-Antonio, ruega por nosotros.
(*) Jefe Provincial de la Falange en Alicante
1 comentario:
¡Qué bien recuerdo yo esos escenarios! Hice el bachillerato ahí y recuerdo también a los hermanos Soler, la farmacia del padre, a los primos...
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