Adolf Eichmann fue juzgado y sentenciado a muerte en 1961 en Jerusalén por sus crímenes contra la Humanidad. Era responsable de logística en el transporte de judíos a campos de concentración y, por tanto, participó en el Holocausto. Su defensa se basó en la obediencia debida. Cumplía órdenes. El psicólogo de la Universidad de Yale Stanley Milgram, famoso por haber participado en la también polémica “Teoría de los 6 grados de separación”, se preguntó si tales argumentos de la defensa eran posibles o veraces.
Para ello elaboró diversos estudios. El más conocido y valioso consistió en que, mediante anuncios en prensa, solicitó voluntarios para un ensayo relativo al “estudio de la memoria y el aprendizaje”, por lo que pagaba 4 dólares (unos 30 actuales) más dietas. A los concurrentes se les ocultó que en realidad iban a participar en una investigación sobre la obediencia. Se trataba de personas de entre 20 y 50 años de edad y de todo tipo de educación.
El experimento requiere de tres personas: El experimentador (el investigador de la universidad), el “maestro” (el voluntario que leyó el anuncio en el periódico) y el “alumno” (un cómplice del experimentador que se hace pasar por otro participante en el experimento). El experimentador le explica al participante que tiene que hacer de maestro, y tiene que castigar con descargas eléctricas al alumno cada vez que falle una pregunta.
Separado por un módulo de vidrio del “maestro”, el “alumno” se sienta en una especie de silla eléctrica y se le ata. Se le colocan electrodos en su cuerpo y se señala que las descargas pueden llegar a ser extremadamente dolorosas pero que no provocarán daños irreversibles.
Arranca la prueba propinando, tanto al “maestro” como al “alumno”, una descarga real de 45 voltios a fin de que el “maestro” compruebe el dolor del castigo y la sensación desagradable que recibirá su “alumno”. Seguidamente, el investigador, sentado en el mismo módulo en el que se encuentra el “maestro”, proporciona unos cuestionarios que debe responder correctamente el “alumno”.
Si la respuesta es errónea, el “alumno” recibirá del “maestro” una primera descarga de 15 voltios que irá aumentando en intensidad hasta los 30 niveles de descarga existentes siendo el máximo 450 voltios. Si es correcta, se pasará a la pregunta siguiente. El “maestro” cree que está dando descargas al “alumno” cuando en realidad todo es una simulación: el “alumno” finge sentir dolor.
Así, a medida que el nivel de descarga aumenta, el “alumno” comienza a golpear en el vidrio que lo separa del “maestro” y se queja de su condición de enfermo del corazón, luego aullará de dolor, pedirá el fin del experimento, y finalmente, al alcanzarse los 270 voltios, gritará de agonía. Si el nivel de supuesto dolor alcanza los 300 voltios, el “alumno” dejará de responder a las preguntas y fingirá estertores previos al coma.
Por lo general, cuando los “maestros” alcanzaban los 75 voltios, se ponían nerviosos ante las quejas de dolor de sus “alumnos” y deseaban parar el experimento, pero la férrea autoridad del investigador les hacía continuar. Al llegar a los 135 voltios, muchos de los “maestros” se detenían y se preguntaban el propósito del experimento. Cierto número continuaba asegurando que ellos no se hacían responsables de las posibles consecuencias.
Algunos participantes incluso comenzaban a reír nerviosos al oír los gritos de dolor procedentes de su “alumno”. Si el “maestro” expresaba al investigador su deseo de no continuar, éste le indicaba imperativamente que siguiera, aunque si el “maestro” se negaba radicalmente a continuar, se paraba el experimento. Si no, se detenía después de que hubiera administrado el máximo de 450 voltios tres veces seguidas.
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