«Es frecuente», añade, «que los líderes de estos movimientos, incluyendo a los antivacunas, tengan conocimientos científicos superiores a la media de la población, e incluso ellos sean científicos, aunque no de la especialidad sobre la cual aplican su discurso negacionista».
Uno de los factores clave ha sido la «percepción creciente de las conexiones estrechas que desde la Segunda Guerra Mundial se han establecido entre la ciencia y el poder político». Y es que «la tecnociencia requiere para su desarrollo una potente financiación, pública o privada, y esto ha hecho creer a muchas personas con preferencias políticas extremas, tanto en la izquierda como en la derecha, que la investigación científica y técnica se mueve por estos intereses de poder y, por tanto, ya no es fiable».
Respecto a las explicaciones más delirantes y sus adeptos, el autor de «Lo que queda de España» añade que existe «una conspiración que es la de los resentidos y mediocres que reaccionan frente al éxito, pero más allá de eso se trata de un fenómeno a nivel mundial, en Estados Unidos, en Australia... La revista “Quillette”, por ejemplo, ha dicho que nunca habían tenido una campaña en contra como la de las vacunas.
«Negar la autoridad epistémica de la ciencia» reflexiona Diéguez «es para estas personas una forma de enfrentarse al poder establecido. Consideran, de una forma injusta, que, puesto que la investigación requiere una fuerte financiación, su objetivo es complacer a los que están en el poder y pueden garantizar esa financiación. Aprovechan los casos conocidos de errores biomédicos. Predomina una actitud arrogante con respecto a la comunidad científica y al conocimiento científico en general.
Piensan que ellos están mejor informados, que manejan una información que se pretende ocultar al resto de la población para tenerlos controlados. En ese sentido, suelen partir de ideas conspiranoicas, que tan fácil acogida tienen en las redes sociales. Están convencidos de que son los únicos defensores de la libertad. Hay un victimismo reconfortante por parte de quienes se sienten arropados al pertenecer a un grupo que se considera resistente frente a las mentiras que los demás han creído con docilidad. La pandemia ha sido una oportunidad para que algunas personas situadas en los márgenes de la heterodoxia se conozcan a través de las redes sociales y formen comunidades e incluso grupos de amigos que quedan para reforzarse mutuamente.
Y, por supuesto, hay también aprovechados que utilizan la popularidad de estas ideas contrarias a la actitud científica para darse a conocer en las redes o hacer negocio con ello, llegando a vender productos pseudocientíficos como alternativa a las vacunas.
Diéguez considera que «rechazar la vacunación no solo pone en riesgo la vida del que lo hace, sino la vida de los demás. Pensar que sólo el tiempo nos dirá si estas vacunas dan problemas o no es desconfiar de los estudios que muestran que los efectos secundarios son improbables y menores que los de otros medicamentos que nadie cuestiona». Siendo cierto que los riesgos a largo plazo podrían existir, explica que «no hay indicios de que la probabilidad de que aparezcan sea mayor que con otras vacunas».
Preguntado respecto a la posible vacunación obligatoria, el profesor
Diéguez tercia que no es partidario, «excepto en situaciones extremas,
que por el momento no se han dado, porque puede ser contraproducente. La obligatoriedad probablemente haría aumentar la resistencia de los indecisos a vacunarse, puesto que pensarían que algo debe haber de malo en las vacunas cuando las imponen desde arriba».
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