En el exhaustivo recorrido por la antigüedad greco romana (El Mundo Clásico, Crítica), Robin Lane Fox evoca la epopeya de Grecia y Roma, desde Homero hasta Adriano, manteniendo tres constantes que marcan el auge y la caída de los pueblos y sociedades mediterráneas hasta el siglo segundo.
Habla de la libertad, la justicia y el lujo. Un lujo que cabría equiparar en nuestros tiempos a la prosperidad, al bienestar y a la administración generosa de los patrimonios que acostumbraban a estar en manos de unos pocos que los lucían ostensivamente.
Siempre que se rompía el equilibrio entre estas tres variantes de la libertad, la justicia y el lujo se entraba en períodos de turbulencias cambiando gobernantes, emperadores y clases dirigentes. El río baja siempre igual pero el agua nunca es la misma, decía Heráclito, mientras que Parménides negaba el movimiento afirmando que la realidad es una, estable y permanente.
Viajando por cualquier orilla del Mediterráneo se observa el gigantesco drama de lo transitorio, de la destrucción, de la caída de grandes imperios que sólo han perdurado petrificados en edificios medio derruídos.
Una mirada a los estratos de civilizaciones sepultadas en el Mediterráneo me ha trasladado a nuestros días de prosperidad en los que parece que no habrá más crisis y que la superioridad militar, económica y tecnológica de Occidente controlará el mundo sirviendo a los intereses de las sociedades democráticas y avanzadas.
Podemos estar ante un punto de inflexión, ante un cambio muy profundo, que no se producirá en un fin de semana pero que nos puede sorprender dentro de unos años cuando se compruebe que la libertad, la justicia y la prosperidad no son iguales para todos.
Un mundo en el que el derecho no regula las actividades de los ciudadanos que actuan globalmente y en el que se toman decisiones sin que nadie tenga que dar cuenta de ellas. Una situación en la que la participación en el mercado sustituye a la participación en la política y en el que el consumidor ocupa el lugar de la persona.
Dice el historiador Eric Hobsbawm, nonagenario, que la baja calidad intelectual de los políticos democráticos está bastante generalizada y la retórica de los hombres y mujeres públicos se desvirtúa ante la confrontación de los dos elementos del actual proceso de política democrática que han adquirido un carácter progresivamente más central: el papel de los medios de comunicación modernos y la expresión de la opinión pública a través de la acción directa de ciudadanos globales.
En un mundo cada vez más globalizado y transnacional, los gobiernos nacionales conviven con fuerzas que ejercen cuando menos el mismo impacto que ellos en la vida cotidiana de sus ciudadanos, pero que se encuentran, en distintos grados, fuera de su control.
El mercado, cuando se mueve exclusivamente en los parámetros del éxito y de los beneficios, olvidándose de la libertad y la justicia, no es un complemento a la democracia liberal sino una alternativa paralela que actúa sin rendir cuentas a nadie y que, consecuentemente, acaba sustituyendo a la política que es la que debe administrar los intereses comunes.
La acción política es importante pero con frecuencia está sometida a decisiones que se toman en lugares remotos, por personajes anónimos y designados por consejos de administración, que no tienen en cuenta el bien común sino su ánimo de lucro.
Pienso que hay que devolver a la política su dimensión de centralidad para administrar los intereses contrapuestos de las personas. La finalidad no es otra que construir una sociedad más justa y más libre. Más democrática. Espero que lleguemos a tiempo.
Habla de la libertad, la justicia y el lujo. Un lujo que cabría equiparar en nuestros tiempos a la prosperidad, al bienestar y a la administración generosa de los patrimonios que acostumbraban a estar en manos de unos pocos que los lucían ostensivamente.
Siempre que se rompía el equilibrio entre estas tres variantes de la libertad, la justicia y el lujo se entraba en períodos de turbulencias cambiando gobernantes, emperadores y clases dirigentes. El río baja siempre igual pero el agua nunca es la misma, decía Heráclito, mientras que Parménides negaba el movimiento afirmando que la realidad es una, estable y permanente.
Viajando por cualquier orilla del Mediterráneo se observa el gigantesco drama de lo transitorio, de la destrucción, de la caída de grandes imperios que sólo han perdurado petrificados en edificios medio derruídos.
Una mirada a los estratos de civilizaciones sepultadas en el Mediterráneo me ha trasladado a nuestros días de prosperidad en los que parece que no habrá más crisis y que la superioridad militar, económica y tecnológica de Occidente controlará el mundo sirviendo a los intereses de las sociedades democráticas y avanzadas.
Podemos estar ante un punto de inflexión, ante un cambio muy profundo, que no se producirá en un fin de semana pero que nos puede sorprender dentro de unos años cuando se compruebe que la libertad, la justicia y la prosperidad no son iguales para todos.
Un mundo en el que el derecho no regula las actividades de los ciudadanos que actuan globalmente y en el que se toman decisiones sin que nadie tenga que dar cuenta de ellas. Una situación en la que la participación en el mercado sustituye a la participación en la política y en el que el consumidor ocupa el lugar de la persona.
Dice el historiador Eric Hobsbawm, nonagenario, que la baja calidad intelectual de los políticos democráticos está bastante generalizada y la retórica de los hombres y mujeres públicos se desvirtúa ante la confrontación de los dos elementos del actual proceso de política democrática que han adquirido un carácter progresivamente más central: el papel de los medios de comunicación modernos y la expresión de la opinión pública a través de la acción directa de ciudadanos globales.
En un mundo cada vez más globalizado y transnacional, los gobiernos nacionales conviven con fuerzas que ejercen cuando menos el mismo impacto que ellos en la vida cotidiana de sus ciudadanos, pero que se encuentran, en distintos grados, fuera de su control.
El mercado, cuando se mueve exclusivamente en los parámetros del éxito y de los beneficios, olvidándose de la libertad y la justicia, no es un complemento a la democracia liberal sino una alternativa paralela que actúa sin rendir cuentas a nadie y que, consecuentemente, acaba sustituyendo a la política que es la que debe administrar los intereses comunes.
La acción política es importante pero con frecuencia está sometida a decisiones que se toman en lugares remotos, por personajes anónimos y designados por consejos de administración, que no tienen en cuenta el bien común sino su ánimo de lucro.
Pienso que hay que devolver a la política su dimensión de centralidad para administrar los intereses contrapuestos de las personas. La finalidad no es otra que construir una sociedad más justa y más libre. Más democrática. Espero que lleguemos a tiempo.
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