Basta un muestreo de artículos de prensa, tertulias, cartas al director o mensajes en los medios digitales para constatar un veredicto mayoritario y condenatorio sobre toda una "clase" o "casta" política. Aparece como una rémora perjudicial para el bienestar de sus conciudadanos. En algunos países, el "que se vayan todos" ha sido el grito resumido de este estado de ánimo.
Esta condena a los políticos arrastra fácilmente a una condena general de la política. Si la política es "lo que hacen los políticos", es inevitable concebirla como el reino del engaño, la corrupción y la pugna egoísta por las ganancias particulares de quienes están en ella. Muy lejos, por tanto, de concebirla como el espacio donde se trabaja por el bien común. Hay que preguntarse por las razones de una opinión tan extendida. ¿Es una reacción fundada? ¿Cuáles son sus motivos? Con ayuda de bibliografía antigua y reciente, resumo algunas explicaciones.
La profesionalización de los políticos. La ciudadanía se aleja cada vez más de una dinámica institucional muy profesionalizada que monopolizan -cada uno a su modo- políticos de dedicación exclusiva y periodistas que les siguen como su sombra. Constituyen un círculo cuasi autónomo, en el que comparten reglas no escritas, escenarios públicos, latiguillos retóricos y otras complicidades. "Los políticos nos ganamos la vida gracias a los periodistas. Y los periodistas políticos os la ganáis gracias a nosotros": es la frase contundente oída hace años a un profesional de la política.
Convertir la política en un modus vivendi vitalicio entreabre una puerta al corporativismo, la rutina o la corrupción de mayor o menor cuantía. Pero cuesta atribuir el desencanto masivo sobre la política a una reacción irritada cuando se dan prácticas condenables. Unos centenares de corruptos o aprovechados no bastan para explicar la tacha que se lanza sin matices y sin datos sobre 150.000 cargos electos y 2.500.000 de empleados públicos.
La dimisión de los ciudadanos. Los ciudadanos de los países más desarrollados tienden a dimitir de sus responsabilidades colectivas. Están sometidos a la presión publicitaria que promueve un estilo de vida donde el bienestar personal pasa por delante de cualquier otro objetivo. La disposición a la cooperación para fines comunes disminuye. Si apenas se admiten los sacrificios y privaciones que exige la búsqueda de la prosperidad
individual, mucho menos aceptables aparecen las renuncias y las privaciones que reclama la entrega desinteresada al bien público. Ocuparse de los asuntos comunes o comprometerse en su gestión representa una merma del tiempo y de la energía que requieren las obligaciones familiares, las tareas profesionales o las aficiones recreativas.
Hay quien lo formula en tono más filosófico: una pérdida creciente de la virtud cívica -y no sólo o no tanto la corrupción de sus profesionales- provoca esta indiferencia o desafección por la política.
El desprestigio de lo público. Si el valor de la cosa pública cotiza a la baja, se debe a décadas de hegemonía ideológica de cierta visión sobre las relaciones sociales. Se sintetizó en modelos económicos que concebían al individuo como egoísta ilustrado, como maximizador racional de su beneficio en un mercado perfecto. Los modelos se trasladaron al análisis de la política. En versión vulgar, se cifró en frases rotundas: "la sociedad no existe", "la política no es la solución: es el problema".
La doctrina tuvo éxito. Hasta la crisis de 2008, al menos. Durante más de 30 años orientó a entusiastas políticos de derecha y a adaptables políticos de izquierda.
La política y lo público se convirtieron en sinónimos de ineficiencia, despilfarro o corrupción. El mercado y lo privado aparecieron como la receta salvadora: privatización de sectores estratégicos, externalización de servicios públicos, aparición de agencias ejecutivas "despolitizadas", desregulación de actividades de impacto social. De este modo, los propios políticos alimentaron la desconfianza hacia su misma tarea. Dieron a entender que su papel y el papel de los empleados públicos eran cada vez más prescindibles, cuando no perjudiciales. Persuadieron a buena parte de la ciudadanía de que la política que ellos encarnaban era superflua o nociva para el progreso social. Y la ciudadanía les correspondió lógicamente con un desprestigio sin matices de la política y de lo político.
La globalización. Una determinada idea de la globalización se convierte en la coartada resignada para reducir el espacio político hasta hacerlo insignificante. En este contexto, las opciones políticas mayoritarias ofrecen poco margen para la oferta de alternativas distintas. Porque los límites del juego vienen marcados "desde fuera". La disputa política no se plantea, pues, sobre programas sustantivos que apenas se distinguen entre sí. Si no hay diferencias y "todos son iguales" -no sólo los políticos, sino también sus programas-, ¿cómo podrá estimularse algún interés por lo político? El único estímulo será el fabricado por el marketing, encargado de suministrar envoltorios diferentes para disimular propuestas similares.
El énfasis sobre la calidad del "liderazgo" enmascara la irrelevancia del rumbo que un presunto líder debería fijar. Porque -bajo la apariencia de liderazgo político- sólo hay un "piloto automático" teledirigido por la globalización.
Este fatalismo resignado es una negación de la política como capacidad para decidir entre alternativas de futuro colectivo. Con todo, los datos no siempre abonan la irrelevancia de la política para afrontar grandes problemas. Con decisiones no siempre coincidentes y por tanto discutibles, la política ha tenido que remediar los efectos más catastróficos del pretendido "piloto automático" que llevaba al mundo occidental al borde del abismo económico y social.
En conclusión: es preocupante que los políticos aparezcan entre los grandes problemas percibidos por la opinión. Pero no basta descargar cómodamente sobre ellos -ni siquiera sobre sus malas prácticas- la culpa de una devaluación persistente de lo público y de lo político. Sin suscribir del todo las explicaciones disponibles (Sennett, Hay, Rosanvallon), conviene tenerlas en cuenta si se quiere reivindicar la importancia social de la política y empeñarse -entre todos- en devolverle la necesaria credibilidad.
Porque el rechazo total a la política y a los políticos somete la sociedad a la ruda ley del más fuerte.
Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política en la UAB./ www.elpais.com
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