Al franquista aquel día se le terminó de ir la pinza, quizá animado por el combinado español
(un concepto apropiadamente polisémico en este caso: me refiero tanto a
la selección como a un cubata de whis-cola). Agarró un perro Yorkshire
que no recuerdo muy bien a quién pertenecía –o tal vez simplemente
estaba ahí 'motu proprio'.–, lo alzó, agarró su patita derecha, esa
patita de perrito peludita como de fregona sucia, le obligó a hacer el
saludo fascista y empezó a cantar el 'Cara al sol' a pleno pulmón.
El tío, ahí: “cara al sol, con la camisa nueva”, y como siga, que no lo
sé. Lo llamábamos el franquista por razones obvias. La prensa lo habría
llamado “un nostálgico del régimen”. Lo hacíamos en singular
porque en aquel lugar y en aquel contexto, el Móstoles de 2002, no cabía
la posibilidad que hubiese más de un nostálgico-del-régimen, de igual
manera que solo hay un estalinista por barrio. Era nuestro Chanquete oscuro. En realidad, otro borracho peligroso más.
Nos hacía mucha gracia como hoy en día a mucha gente le hace gracia el chino franquista de Usera, porque es una excepción en el aburrido tejido de la democracia liberal.
A mí dejó de hacerme gracia cuando el muy payaso me soltó algo así,
bañado en su aliento de cognac, que con esa cara no iba a follar en la
vida, que es lo típico que le suele decir un adulto a un chaval de 17
años. Pero ya sabe, es lo que tiene esta gente: dicen aquello que nadie
más se atreve a decir, no dejan llevarse por lo políticamente
incorrecto, crack, artista.
Fíjense si era políticamente incorrecto que el pobre diablo, el puto psicópata,
trabajaba de conductor entre carajillo y carajillo. Es posible, incluso
–no consigo recordar si es cierto o no– que lo que llevase entre sus
manos de brandy fuese el minibús de un colegio. Pero que nadie se
equivoque, no era un tipo desesperado. Era un crack, un artista, el que contaba los mejores chistes en el bar
(es decir, los más racistas y machistas), el que invitaba todo el rato
(con el dinero que sacaba de la tragaperras), el más amigo de todos
porque se pasaba 10 horas al día en el bar. No solo era un peligro para
sí mismo, sino para los demás.
Me
he acordado mucho de él con el auge de la extrema derecha. O, mejor
dicho, el auge de la antropología de la extrema derecha. Muchos de ellos
comparten, aunque no sea de manera explícita, una misma idea: España es
un país “rancio” –lo decía Luis Tosar el
otro día–, un paraíso conservador en el que solo hace falta una chispa
para que millones de españoles reconozcan que sí, ellos también vivían
mejor con Franco. Miedo a un planeta facha, como el disco de Public Enemy.
A
mí el relato que me gustaría leer, aunque admito que sería un coñazo,
es cómo el de España, a pesar de ser tan rancia y facha, es un país tan
progresista en tantos sentidos. Nótese que ni siquiera digo de
izquierdas: como ha contado alguna encuesta,
más de la mitad de los votantes del PP apoya el matrimonio homosexual, a
pesar del ruido que provocó la medida en su día. El cinturón verde de
Vox es un fenómeno llamativo, pero también lo es cómo España se situó,
tras décadas de dictadura nacionalcatólica, en la vanguardia del progresismo social.
Cómo se universalizaron la educación y la sanidad, por qué España aparece siempre en los primeros puestos
en los 'rankings' de países más respetuosos con la diversidad, más
feministas, más solidarios. Sin embargo, solemos hacer lo contrario y
fustigarnos recordando que los nórdicos, ¡los malditos nórdicos,
los de los Verdaderos Finlandeses, y los Demócratas de Suecia neonazis!
No como los españoles, que somos fachas y si alguien de derecha cuida
de los pobres es por la culpa católica, no por empatía.
¿Dónde está el viejo franquista?
A
lo mejor es que las reformas sociales
nos aburren. O tal vez es que dan para poco colorcillo periodístico, en
comparación con lo mucho que se puede analizar, valorar, discutir sobre
Vox y sus circunstancias. Gran parte de la izquierda, de la supuesta
izquierda, esa que utiliza la palabra “progre” tan despectivamente como
si llevase toda la vida votando a La Falange, ha recibido el
advenimiento de Abascal
con el placer del que descubre que siempre ha tenido la razón, porque
es una forma de confirmar el prejuicio de que España siempre será
retrógrada y que los ciclos progresistas con pequeños paréntesis en la
unidad de destino en lo universal.
El ejemplo más claro lo daba
la periodista Carmen de las Muelas
en Twitter, cuando explicaba cómo el pasado 20 de noviembre se habían
citado en Mingorrubio más de 40 periodistas para ver cómo apenas una
docena de "trasnochados" habían ido a visitar la nueva tumba del
dictador. Ya salen a una media de tres periodistas por cada fascista.
Una atención que ya querrían para sí muchas figuras públicas, una
tentación colorista que en realidad presenta una visión totalmente
distorsionada de España. "Luego nos quejamos de monstruos, cuando los
hemos criado", se lamentaba.
La teoría del “franquismo sociológico”
explica cómo la dictadura penetró hasta el tuétano en la sociedad
española a través de la economía o la educación de manera hasta terminar
perpetuándose tras la muerte del dictador. Que tenía sentido hace 30
años, pero quizá no tanto ahora, cuando amenaza en convertirse en
profecía autocumplida. Si buscas “franquismo sociológico” en Google te
lo explican Paul Preston,
Jesús Cintora o Carmen Lomana. A quienes no les niego el talento, pero
sí sospecho que son de los que vivirían mejor contra Franco.
Es
posible que la sombra de la dictadura sea alargada, pero no en menor
grado de algo que podríamos llamar el “socialismo sociológico”, valga la
redundancia. No son solo los 15 años de gobierno socialista
(prolongados posteriormente por dos legislaturas de Zapatero)
que diseñaron las políticas sociales vigentes hoy en día, sino también
los movimientos de organización vecinal, sindical y regional que
brotaron durante los años 70. Según la encuesta de Valores de la
Fundación BBVA, a la que cito porque creo que es poco sospechosa de
partidista, los ciudadanos españoles que se declaran de izquierdas
superan en mucho a los que lo hacen con la derecha (echen un vistazo a la página 26). Algo que tiene su correlato electoral en el argumento habitual de que la abstención perjudica a la izquierda.
Sospecho
que muchos de los que opinan que España es un país conservador lo hacen
por mero centralismo,
porque si es posible que la Comunidad de Madrid sí lo sea. Nadie que
haya viajado con cierta profundidad por Extremadura, Andalucía, Cataluña
o País Vasco en particular o por el resto de España en general, donde
es relativamente fácil encontrar sorprendentes resistencias progresistas
en el lugar más inesperado, puede comprar el cliché de la leyenda negra
fascista. El tópico urbanita señala que si la ciudad ya es facha, el
campo lo debe de ser aún más; la realidad muestra que bien puede ser todo lo contrario, y que tal vez los paletos seamos los de Madrid.
Que
España es sociológicamente de izquierdas es un tema recurrente. Por
ejemplo, es la tesis que defiende Ignacio Urquizu en su libro '¿Cómo
somos? Un retrato robot de la gente', en el que define al hombre medio
español como “un dique de contención de los extremismos”.
Le voy a comprar la tesis. Lo que no creo es que, como le gustaría a
Vox, el español medio, esa supuesta España que madruga, sea
posfranquista, racista y machista.
Es mucho menos bonito periodísticamente, pero sospecho que el español
medio es un soso socialdemócrata con cierta desconfianza ante las
instituciones y ocasionales anhelos de ascenso social. En realidad, la
batalla política del futuro consistirá, en un alto grado, en dirimir
quién es realmente el ciudadano medio.
Me vuelvo a acordar del franquista de Móstoles
y me pregunto qué habrá sido de él, si se lo habrá llevado por delante
esta ola de sociología de bar. Quizá esté delante de algún micrófono,
convertido en estrella televisiva, revindicado como el único español que consiguió que un perro cantase el 'Cara al sol',
un paciente cero del resurgir fascista que sociólogos, antropólogos y
periodistas entuban y escrudiñan como mancha de Rorschach para
desentrañar nuestra verdadera esencia. Dudoso honor para lo que en su
día no era más que el último de una estirpe de la que hasta los
adolescentes se reían.
(*) Periodista
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